La mañana se colaba lentamente por las persianas cerradas, llenando la habitación de una luz grisácea y fría. Lucía ya estaba sentada al borde de la cama, vestida y con el pelo recogido, como si estuviera a punto de emprender un largo viaje. Y, en cierto modo, así era. No se trataba de una huida, sino de una despedida: dejar atrás una versión de sí misma que, durante años, había callado, acumulando cansancio, descontento y la falta de un simple reconocimiento.
Cogió el bolso pequeño del recibidor, ese que solo usaba en ocasiones especiales, y salió sin hacer ruido. Sofía dormía. Claro. Después de otro día agotador “en la oficina”, necesitaba descansar, pero su descanso siempre se había construido sobre los hombros de una madre que ya no descansaba nunca.
Lucía no dejó ninguna nota. Nada dramático. Simplemente se fue.
Subió a un tren con destino a Granada, donde vivía su hermana Marta. No se habían visto en más de dos años, y su llamada del día anterior había sido breve:
¿Puedo ir? Necesito marcharme por mí.
Marta solo respondió:
Ven. Cuando quieras. Sin preguntar.
La casa de Marta era cálida y luminosa, oliendo a café recién hecho y pan recién horneado. Allí nadie la regañaba por olvidar sacar la basura. Nadie se quejaba de que “no hacía nada en todo el día”. Los primeros dos días, Lucía durmió. De verdad. Durmió profundamente, sin interrupciones, como si todos esos años de agotamiento la estuvieran reclamando ahora, exigiendo su derecho al descanso.
Al tercer día, Marta la llevó al centro de la ciudad. A una librería. El lugar donde Lucía recordaba haber soñado con trabajar cuando era joven. Le gustaban los libros, su olor, el orden de los estantes. Y, sobre todo, la tranquilidad.
Tienes tiempo. Puedes empezar desde cualquier lugar le dijo Marta.
Y Lucía empezó. Con un buen café, con un libro de poesía, con un paseo por las calles tranquilas. Empezó con cosas pequeñas, pero que importaban: un suéter cálido elegido para ella, una buena crema de manos, un ramo de flores solo para sí misma.
Mientras tanto, Marta recibía mensajes de Sofía. Al principio, fríos:
Al menos dime si vas a volver a casa o no.
Luego, más inseguros:
Siento haberte herido No me di cuenta.
Y, finalmente:
Mamá, te echo de menos. ¿Podemos hablar?
Lucía leyó cada mensaje varias veces. Luego los guardó. Quiso responder, pero se dio cuenta de que, por primera vez, no tenía que fingir perdón ni darlo a toda prisa. Sofía tenía que aprender la paciencia que su madre había llevado durante décadas.
Una semana después, Lucía volvió a Madrid. No por Sofía. Por ella misma.
En el piso vacío, todo estaba en su lugar. Sofía no estaba en casa. Sobre la mesa de la cocina, una nota:
Por favor, perdóname. No supe ser hija. Espero hablar cuando estés lista. Sofía.
Lucía no lloró. Solo sintió un nudo cálido en el pecho. Una emoción desconocida: quizá, una pequeña esperanza. Pero ahora sabía algo con certeza: el perdón no es una obligación. El respeto se aprende. El amor verdadero no exige sacrificios.
En los meses siguientes, Sofía empezó a visitarla cada vez más. Al principio, callada, torpe. Le traía flores, luego cocinaba para ella. Después, preguntaba con sinceridad:
Mamá, ¿quieres que haga algo por ti hoy?
No era perfección. No todo estaba arreglado. Pero era un comienzo.
Lucía había aprendido a decir “no”. Un día, cuando Sofía tendió la ropa en su lugar sin que se lo pidieran, Lucía la miró fijamente y sonrió.
Gracias, Sofía. Por primera vez, siento que me ves.
Y Sofía dejó la percha y abrazó a su madre. Con fuerza, con sinceridad.
Te veo, mamá. Y siento que haya tardado tanto.
En el corazón de Lucía, ese silencio doloroso que la había acompañado durante tanto tiempo se transformó, al fin, en una paz buena. Una en la que ya no estaba sola.







