Treinta años atrás: Un viaje por el tiempo

Hace treinta años recuerdo los ojos de mi madre, llenos de desesperación. Inés nunca me reprochó nada en voz alta, pero sentí que aquel día la perdí. Mi madre me odiaba en silencio.

***

Cerré la tapa de la maleta, metiendo dentro un suéter recién doblado. La cremallera se negó a cerrar.

¡Qué demonios vas a hacer! gruñí, apoyando todo mi peso sobre ella.

Un golpe en la puerta me hizo sobresaltar.

Borja otra vez con sus discursos de despedida pensé, irritado.

Y, efectivamente, Borja apareció con un ramo de rosas marchitas.

¿Otra vez Valencia? preguntó, sin disimular su molestia.

Sí, Borja, otra vez respondí, intentando suavizar el tono.

Sabía lo duro que le resultaba a él, y yo también lo estaba, pero Mateo.

Lara, ¿hasta cuándo? Sabes que esto es una locura dijo Borja, sin saber cómo no herirme. Vives atrapada en un pasado que te destruye.

¿Y qué se supone que haga? explotó en mí. ¿Olvidarlo? ¿Decirme a mí misma pues no pasa nada, mi hermano desapareció, ya han pasado treinta años, ¿qué más da?? ¿Eso es lo que quieres?

Sin reverencias sí, eso era lo que él buscaba.

Quiero que seas feliz, Lara. Que vivas el presente. Que te permitas casarte, por ejemplo.

Bajé la mirada. Querida a Borja, a su modo, sí. Era fiable, atento, paciente. Pero Mateo Mateo era mi herida eterna.

No puedo, Borja. Simplemente no puedo. Mientras no encuentre a Mateo, no podré seguir adelante.

¡No lo encontrarás, Lara! exclamó Borja. ¡Han pasado treinta años! Si él sigue vivo, ni siquiera te reconocerá. Tal vez esté en un orfanato o haya perdido la memoria. Seguro que lo adoptaron, creció en otra familia, en otra vida. ¡Es otra persona!

Borja temía hablar de otras posibilidades en las que Mateo aún vivía. Eran escenarios horribles.

¡No! rebatí, agazapada. Es Mateo. Lo encontraré. Lo siento.

Borja me ofreció las rosas.

Entonces adiós, Lara. No somos pareja, es una ficción.

Cogí el ramo, sintiendo cómo algo en mi interior se rompía de nuevo. Lo sabía: estaba perdiendo a Borja, pero no podía evitarlo.

Adiós, Borja susurré al cerrar la puerta.

Me senté sobre la maleta que había arrastrado por toda España intentando cerrar la obstinada cremallera, sin percatarme de que estaba llorando.

¿Por qué, Mateo? ¿Por qué todo ha sido así? le pregunté en silencio a mi hermano, que ya empezaba a desvanecerse de mi memoria. A veces sentía que olvidaba su rostro, su voz, el color de sus ojos

A los siete años no podía soportar a Mateo, que me robaba libertad y atención. El verano en el pueblo era un paraíso para los niños: el río, el bosque, los amigos, los juegos hasta la noche y yo, con Mateo, siempre gruñón, siempre pegado a mí.

Lara, sal a jugar con tu hermano decía mi madre, Inés. No es gran cosa.

¡No lo era! Quería corretear con Dani, Pedro y Lucía hasta el río, construir refugios en el bosque, ser simplemente una niña. En vez de eso tenía que empujar el cochecito de Mateo por las calles polvorientas, escuchando su eterno agá. Ni siquiera me cansaba.

Un día Dani propuso cruzar al otro lado del río, donde decían que había una vieja molina abandonada habitada por fantasmas. Nadie creía en fantasmas, pero la idea de explorar lo desconocido resultaba emocionante.

¡Lara, ven con nosotros! insistió Dani. Solo tú, sin Mateo.

Miré a mi madre con esperanza.

No, Lara cortó Inés. O vas con tu hermano o te quedas en casa.

Apreté los dientes. ¡Todo me irritaba! No era vida.

Sin embargo, tomé la mano de mi hermano

Ese día, al otro lado del río, la diversión era total: gritos, risas, carreras en la molina abandonada. Yo casi no participaba; Mateo me acompañaba, torpe pero rápido, aunque nunca corría como los niños de siete años entre ruinas.

Y entonces solté su mano, sólo por un instante, para alcanzar una pelota amarillenta y agrietada bajo una losa de hormigón, probablemente perdida por los niños que vivieron allí antes. Entré, cogí la pelota, me subí, me sacudí y al girar, Mateo había desaparecido.

Grité su nombre sin cesar. Los demás también buscaban, pero en vano. Mateo se había esfumado.

Llegaron la policía, los vecinos, los padres. Revisaron el río, el bosque, cada casa. Preguntaron a todos los que pudieran saber algo. Pero Mateo no estaba.

Recordé de nuevo los ojos de mi madre, llenos de desesperación. Inés nunca me reprochó, pero sentí que a partir de ese día había perdido a mi madre. Me odiaba en silencio.

Un año después, Inés no aguantó más y se quebró.

Mi padre, Gustavo, intentaba no desanimarse, trabajaba, fingía animarme, pero estaba destrozado. Lo veía envejecer cada día, escuchaba el tintinear de botellas vacías en su habitación. No bebía delante de mí, pero cuando yo dormía, él se escapaba a descorchar otra. Yo, sin embargo, no dormía.

Al fin crecí. Mi único objetivo era encontrar a Mateo, era mi obligación, mi redención, mi oportunidad de recuperar ¿a quién? ¿A él o a mí misma?

***

El avión aterrizó en Valencia. Salí del aeropuerto temblando ligeramente. Valencia era una ciudad preciosa, pero yo no tenía tiempo para sus encantos. Había venido por Mateo.

Estaba convencida de que estaba allí.

No comprendía cómo llegaba a cada ciudad con esa certeza absoluta. En cada mensaje que recibía hablaba de un hombre que trabajaba en el puerto local y cuya cara se parecía a la foto borrosa de Mateo que había conservado desde niño, o al dibujo de cómo podría lucir adulto. Esa foto era difusa, pero algo me atrapó, como si fuera él.

En el aeropuerto me recibió Andrés, la fuente de la información.

Gracias por acudir dije estrechándole la mano. ¡Le estoy muy agradecida!

Espero no haberla llamado en vano replicó Andrés. Le llevaré a verlo. Se niega a hablar conmigo, pero tal vez al verla cambie de idea. Dicen que los familiares sienten al otro.

Condujimos en silencio. Yo miraba por la ventana los paisajes desconocidos.

Al fin llegamos al puerto, a una zona de aparcamiento cercana. Andrés detuvo el coche. Tenía que caminar un trecho.

Allí está dijo, señalando a un hombre que hurgaba bajo el capó de una vieja Toyota.

Lo observé. Era tremendamente parecido a Mateo: el mismo cabello rubio, los mismos ojos azul celeste, y algo más que me hizo detenerme.

¿Mateo? susurré.

El hombre se sobresaltó, se aclaró la garganta y se limpió las manos con un trapo sucio. Entonces comprendí que no era él. No. Otra vez no era él, pero no quise admitirlo.

¿Lo conozco? preguntó, mirando a Andrés. Andrés, ¿qué ocurre?

Lágrimas brotaron.

Mateo, soy yo, Lara, tu hermana intenté decir, pese a saber que no había vínculo real.

¿Hermana? No tengo hermana. Andrés, ¿qué juego es este? Ya le dije que no tengo familiares.

¡Sí la tienes! exclamé, tomándolo del brazo. Mateo, ¿no lo recuerdas? Jugábamos al lado del río. Tenías dos años y medio, yo siete. ¿No lo recuerdas?

Él retrocedió.

Lo siento, no entiendo nada. Si es una broma, no me parece graciosa. Me llamo Igor. Crecí en un orfanato y desde los cuatro años no vi a mi familia. Sé con certeza que nunca tuve una hermana llamada Lara.

¡Pero te pareces a Mateo! insistí. Tienes los mismos ojos, el mismo pelo.

Puede ser. Hay muchas caras parecidas. He visto a muchos que se parecen, pero yo no soy tu hermano. Te has equivocado.

No quería creerle, aunque sabía que no era. Era doloroso volver a decepcionarme. Casi lo encontraba, y de pronto se escapaba de mis manos. Quise abrazarlo, decirle que todo estaría bien, que al fin lo había hallado tras tantos años, pero él me miraba con desconcierto y cierta reserva. La gente empezaba a temerme.

Podría hacer una prueba musité. Para confirmar.

No me opongo respondió Igor. Pero dudo que sirva de algo. Valeria, recuerdo a mi familia; eran alcohólicos. Cuando me llevaron, mi madre pareció tener más hijos que luego también desaparecieron. No los conozco, pero lo oí. No puedo ser su hermano.

Por favor. No tardará.

Vale.

Los resultados llegaron unos días después: negativos. Igor, evidentemente, no era mi hermano.

Regresé a mi apartamento y me encerré. Miraba por la ventana la lluvia gris. La esperanza que había brillado en Valencia se apagó, dejando sólo cenizas de desilusión. Tal vez debí escuchar a Borja.

Borja nunca volvió. Seguramente ya habría encontrado a otra mujer que no viviera del pasado, que le ofreciera un presente. No lo culpé. Yo solo podía vivir en el ayer. En cierto modo, quedé atrapada en el día en que desapareció mi hermano.

Era hora de dejar la esperanza

Y

Abrí de nuevo mi portátil y comencé a revisar anuncios de niños desaparecidos, de personas buscadas, de familiares perdidos. Quizá aún quedara alguna pista.

Sabía que nunca dejaría de buscar a Mateo. Esa era mi maldición, y viviría con ella hasta la muerte.

Pasaron seis meses.

Visité dos ciudades más cercanas, hablé con una decena de personas. Nada.

Pero alguien sí me encontró.

Igor, del puerto de Valencia, me llamó. No desde Valencia, sino desde la misma ciudad donde yo estaba. Por curiosidad, acepté saber qué había ocurrido.

Se sentó frente a mí y contó:

Mi trabajo se vino abajo, hubo una pelea en el equipo, algunos fueron expulsados, yo me fui. Un amigo del orfanato me ofreció un puesto aquí. Pensé en ti, Lara, y sentí que el destino jugaba. Me gustas mucho, desde el primer momento. No tengo mucho que perder.

¿Te gustó? pregunté, sonrojándome.

Sí. Pensé que nada importaba si pedía a Andrés tu número y te llamaba cuando me mudara. Me mudé y llamé.

Su franqueza me hizo sonreír.

Yo también lo haría. Me encantaría pasar más tiempo contigo, pero tengo que hacer mis maletas. Sale el vuelo por la mañana.

¿A dónde vas ahora?

Al Pirineo.

La pista era tenue, pero me había quedado sin nada que perder. Era una carrera loca, y si me detenía, mi mente me volvería loca.

Eres tú quien ahoga la culpa dijo Igor, sorprendentemente honesto.

Tal vez admití. Fui responsable de él. Tenía que devolverlo a casa. Treinta años después solo intento hacerlo. Pero

Se interrumpió.

Aún no nos conocemos lo suficiente para que te aconseje. Pero te cuento la mía. Recuerdo mis primeros cuatro años mejor que la mayoría. Siento una necesidad de inutilidad. Cuando me llevaron al orfanato, no lloré. Pero a lo largo de los años quise encontrar a mis padres, reparar esa rotura que me acompañó toda la vida. Los encontré, y nada les importó. Lo dejé ir. Cerré ese capítulo y seguí. Me adapto fácil, cambio de trabajo, de ciudad, pero nunca huyo. Tú, en cambio, te aferras y corres.

Guardé silencio.

Tenemos situaciones distintas. La tuya tiene una respuesta concreta; la mía, incertidumbre. Disculpa, tengo asuntos.

Quise marcharme, pero algo me hizo quedarme, no por culpa ni deber, sino porque lo deseaba.

Me giré:

No me opondré a una cita. Mañana.

¿Qué pasa con tu viaje?

El hombre que se parece a Mateo no lo es. Lo sé. Ya estoy cansada de esta persecución. Tienes razón en algo, por eso quiero una cita.

Seré feliz dijo Igor, y yo, por primera vez en años, sentí que quizá, sólo quizá, la vida podía ofrecerme algo distinto.

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MagistrUm
Treinta años atrás: Un viaje por el tiempo