La niña en los escalones

La niña en las escaleras

Casi no la ve. Entre el bullicio de las reuniones de lunes por la mañana, el taconeo y el zumbido de llamadas telefónicas rebotando entre los rascacielos de cristal, el mundo es solo un borrón. Pero cuando Álvaro Mendoza, socio principal de uno de los bufetes más implacables de la ciudad, sale del vestíbulo de mármol y se ajusta los gemelos de su camisa, algo lo detiene.

Allí, en la base del edificio, está sentada una niña. No tiene más de seis o siete años. Lleva un vestido amarillo algo desgastado, las rodillas pegadas al pecho, sobre una fina manta azul extendida con cuidado en las frías escaleras de hormigón. Delante de ella, alineados con precisión, cinco juguetes pequeños: un oso de peluche raído, un dinosaurio de plástico, una muñeca rosa con el pelo enmarañado y dos figurillas irreconocibles, como hechas a mano.

Lo que sorprende a Álvaro no es solo que esté allí, sola, en pleno distrito financiero. Son sus ojosgrandes, grises, y demasiado serenos para alguien tan pequeña y desubicada. La ciudad fluye a su alrededor en un borrón de trajes carísimos y pasos apresurados. Casi nadie la mira. Simplemente esquivan el borde de su manta, evitando involucrarse.

Mira su reloj. 8:42. Tiene dieciocho minutos antes de plantarse frente al consejo de administración y explicar por qué una fusión de millones de euros no puede hundirse por un papel olvidado. Dieciocho minutos para seguir escalando la carrera que ha construido la mitad de su vida.

Pero no puede apartar la mirada.

Se acerca. Ella levanta la vista hacia él sin pestañear.

¿Te has perdido? pregunta, intentando suavizar su voz a pesar de la tensión que siente.

Ella niega con la cabeza.
No.

Él frunce el ceño.
¿Dónde está tu mamá? ¿Y tu papá?

De nuevo, sus pequeños hombros se encogen en un gesto demasiado maduro para su cuerpecito.
No lo sé.

Álvaro escudriña los alrededores. Alguien debería haber llamado a seguridad. Quizá es una broma de mal gusto. Pero nadie se detiene. Nadie aminora el paso.

Se arrodilla para estar a su altura, cuidando de no arrugar demasiado su pantalón de traje.

¿Cómo te llamas? pregunta.

Lucía contesta ella, con una voz tan suave que casi se pierde bajo el ruido de la ciudad.

Lucía repite él, como si pronunciar ese nombre lo anclara a algo real. ¿Tienes hambre?

Ella no responde de inmediato. Luego agarra el oso de peluche y lo aprieta contra su pecho.
Mamá me dijo que esperara aquí. Dijo que volvía enseguida.

Algo se retuerce en su pechoun dolor desconocido para el que no tiene tiempo.

¿Y cuándo te dijo eso?

Lucía mira más allá de él, como si intentara ver a través de los rascacielos a una madre que no ha regresado.
Ayer.

La boca de Álvaro se seca. Se balancea sobre los talones. Una parte de él quiere levantarse, sacudirse el polvo y alejarse. Llamar a la policía, que otro se encargue, porque esto no es su problema. Tiene una reunión. Un contrato que salvar. Un nombre que proteger.

Pero entonces Lucía hace algo que rompe sus excusas cuidadosamente construidas: estira su manita, toma sus dedos y deposita en su palma el dinosaurio.

Para usted dice, con tanta sencillez que su garganta se cierra.

Mira el pequeño dinosaurio verdeun juguete que no vale ni un euro en una gasolinera. Pero en sus ojos serios, no tiene precio.

Lucía dice, forzando su voz a mantenerse firme, no puedo dejarte aquí. ¿Vienes conmigo un momento? Encontraremos a alguien que te ayude.

Ella duda, echando un vistazo a su fila de juguetes. Luego, con meticulosidad, los recoge uno a uno y los guarda en una bolsita de tela a su lado. Lo mira de nuevo y asiente.

Álvaro se levanta y le tiende la mano. Ella desliza sus dedos en la suya sin decir palabra.

Al cruzar las puertas giratorias de cristal, los suelos de mármol del vestíbulo le parecen más fríos que nunca. La recepcionista levanta la vista, ojos desorbitados, pero no dice nada al ver a la niña a su lado.

En el ascensor, su reflejo le devuelve la imagen de un traje impecable, una corbata de seda, un reloj carísimo. A su lado, el vestido amarillo de Lucía destaca como una mancha luminosa de inocencia en la grisalla helada de la empresa.

Su teléfono vibra: Reunión en 7 minutos.
Lo silencia.

Cuando las puertas se abren en el piso 25, las miradas se giran hacia ellos. Su asistente, Marta, casi se precipita.

Señor Mendoza, el consejo le espera. ¿Quién es?

Esta es Lucía dice simplemente. Libere mi mañana.

¿Señor?

Libérela, Marta.

Con esas palabras, guía a la niña frente a la sala del consejo, bajo miradas perplejas, hasta su despacho de esquina que domina la ciudad que no la ve. La sienta con cuidado en el sofá de cuero junto a la ventana, desde donde puede observar a la gente allá abajo.

Vuelvo enseguida le dice suavemente.

Ella asiente, apretando el oso, los ojos grandes reflejando el horizonte.

Cuando Álvaro se vuelve hacia el revuelo que crece en el pasillosocios esperando, preguntas zumbando, un problema de millones de euros, el mismo dolor regresa.

Por primera vez en años, entiende que no todas las cosas que merecen salvarse vienen con un contrato firmado.

Álvaro cierra la puerta de su despacho, ahogando los argumentos apagados del consejo y los murmullos curiosos. Para un hombre cuyos días se rigen por la precisión y la estrategia, cada minuto lejos de esa reunión es una grieta en su mundo pulido.

Pero al ver a la niña acurrucada en su sofásu vestido amarillo contrastando con el cuero oscuro, sus deditos trazando círculos en la oreja gastada del oso, sabe que este momento importa más que cualquier fusión.

Su asistente, Marta, asoma tras el cristal, el teléfono pegado a la oreja. Articula: ¿Qué hago?

Álvaro sale y habla bajo.
Llame a servicios sociales. Y tráigale algo de comer. De la panadería de la esquinaalgo caliente. Y un chocolate también.

Marta parpadea, entre perplejidad y preocupación.
Sí, señor.

Casi le dice gracias, pero las viejas costumbres son difíciles de romper. En su lugar, regresa a la sala del consejo, donde una docena de hombres y mujeres de traje lo miran con gesto sombrío a través del cristal. Sabe lo que ven: un hombre distraído, cuya armadura acaba de mellarse por algo que no encaja en su mundo de cifras y firmas.

Álvaro entra; la sala enmudece cuando cierra la puerta.

Señor Mendoza dice secamente uno de los socios senior, golpeando su bolígrafo contra la pila de contratos, íbamos a empezar sin usted.

Álvaro se sienta, alisando su corbata.
Adelante, entonces.

Algunos se miran, desconcertados. Él es al que recurren para analizar cada cláusula, cada resquicio. El hombre que no deja pasar nada.

Pero hoy, mientras hablan de responsabilidades y márgenes, su

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