Cinco años sin visitas de mis hijos, pero un cambio en el testamento los trajo de vuelta
Tengo dos hijos, tres nietos, dos nueras y vivo como una huérfana. Durante años, creí que había criado hombres que, algún día, serían mi apoyo. Pero la vida me mostró otra realidad. Desde que mi marido falleció, hace cinco años, ninguno de ellos ha pisado mi casa. Ni una llamada, ni una carta, ni una visita. Hasta que un día decidí decir en voz alta: *”Voy a dejar mi piso a mi sobrina.”* Entonces, como por arte de magia, aparecieron.
Tuve dos varones y me creí feliz, porque dicen que los hijos siempre son más cercanos a sus madres. Creí que, en la vejez, no estaría sola. Mi esposo y yo nos esforzamos por darles amor, educación, les ayudamos a empezar sus vidas. Mientras su padre vivía, aún venían de vez en cuando. Pero en cuanto lo enterramos, fue como si yo hubiera dejado de existir.
Viven en la misma ciudad, a cuarenta minutos en autobús. Los dos están casados, cada uno con su familia. Tengo dos nietos y una nieta a los que nunca he conocido. Después de una caída, camino con dificultad, pero para ellos nunca hay tiemposiempre ocupados, cuelgan las llamadas, prometen llamar más tarde y nunca cumplen. Ya me he acostumbrado a que sus promesas sean palabras al viento.
Cuando los vecinos me inundaron la casa, llamé al mayorno contestó. Llamé al pequeñoprometió venir, pero no apareció. Solo necesitaba que alguien pintara la mancha en el techo. Al final, contraté a un pintor. No fue el dinero lo que me dolió, sino entender que dos hijos no pueden sacar una hora para su madre.
Cuando se me estropeó el frigorífico, les llamé otra vez. Solo pedí que me acompañaran a comprar uno nuevo, por miedo a que me estafaran. La respuesta fue: *”Madre, no te agobies, los vendedores te lo explican todo.”* Al final, fui con mi hermano y mi sobrina.
Luego vino la pandemia. Fue entonces cuando, de repente, se acordaron de mí. Empezaron a llamar una vez al mes: *”No salgas de casa”*, *”pide la compra por internet”*, *”ten cuidado.”* Pero yo no sabía hacer nada de eso. Fue mi sobrina quien me enseñó. Me mostró cómo usar las apps, me trajo medicinas, se quedó conmigo cuando enfermé. Todas las noches me llamaba: *”Tía Ana, ¿estás bien?”* Nos hicimos más cercanas que lo que jamás fui con mis propios hijos.
Empecé a pasar las fiestas con mi hermano y su familia. La hija de mi sobrina me llama *”abuela.”* Y, en un momento, lo entendí: puedo tener hijos, pero mi familia es mi sobrina. Ella no pide nada. Solo está presente. Me cuida. Me ayuda.
Y decidí: si mis hijos se han olvidado de mí, que la casa sea para quien estuvo a mi lado en los momentos difíciles. Hice el testamento a su nombre. Ella ni siquiera lo sabe. Solo quise hacer lo justo. Darle a quien siempre ha cuidado de mí.
Pero alguien, sin duda, soltó la lengua. El mismo día, mi hijo mayor llamó. Voz tensa, palabras cortantes. Preguntó si era cierto que iba a dejar el piso a otra persona. Cuando le confirmé, gritó: *”¡Estás loca! ¿Cómo puedes hacer esto? ¡Esto es patrimonio de la familia!”* Colgué el teléfono.
Esa noche, tocaron a mi puerta. Estaban los dos. Con un pastel. Con la nieta que nunca había visto. Sonrientes, cariñosos. Luego empezaron: *”No puedes hacer esto”*, *”ella te echará a la calle”*, *”nosotros somos tus hijos”*, *”le estás dando la casa a una extraña.”* Lo escuché todo en silencio. Y luego respondí: *”Gracias por la preocupación. Pero mi decisión está tomada.”*
Se fueron, dando un portazo. Dijeron que, si firmaba los papeles, podía olvidarme de su ayuda y no volvería a ver a mis nietos. Pero, queridos míos, hace años que no veo nada de vosotros, salvo indiferencia. Aparecieron después de cinco añosy solo porque se dieron cuenta de lo que iban a perder. No fue a su madre. Fue al piso.
No me arrepiento. Si mi sobrina algún día me da la espalda, será el destino. Pero no lo creo. Ella es buena, honesta, verdadera. ¿Y vosotros? Ahora vivid con vuestras conciencias. Si es que aún las tenéis.






