UN ARREPENTIMIENTO TARDÍO.

– ¿Eras tú, Verónica? la joven se detuvo, giró la cabeza hacia la derecha, donde reconoció una voz familiar.
– ¿Luz? ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Siete u ocho años? respondió Luz, con una sonrisa que no podía ocultar la alegría.
– Nueve, querida, nueve. El tiempo vuela, y antes de que parpadees te conviertes en esa tía regañona con mil achaques dijo Verónica, entrecerrando el ojo izquierdo con picardía. ¿Te acuerdas de cuando éramos inseparables? Compartíamos el pupitre, nos llamaban las gemelas siamesas. Pedíamos a nuestros padres el mismo vestido, la misma mochila, el mismo cuaderno

– ¡Cómo olvidarlo! ¿Y aquella pared del baño del primer curso? La pintamos y luego nos obligaron a limpiarla recordó Luz, mientras admiraba en silencio el elegante traje de su amiga de la infancia. Nunca serás una abuela gruñona que critica a la generación de hoy, diciendo que todo era mejor antes. ¡Mira qué radiante estás!

– Luz, vengo a casa de mis padres unos días; mi marido está de viaje. Esta noche te espero, no te atrevas a decir que no. ¿Aún recuerdas la dirección de sus vecinos? abrazó a Luz y ajustó su peinado.

– Claro que la recuerdo. ¿Cómo podría olvidar el piso que casi incendiamos experimentando en la cocina? Esa vez que los pastelitos de cereza se quemaban hasta quedar como carbón, y el jugo de las cerezas se escurría por todas partes? respondió Luz, mientras sus compañeras de colegio guardaban silencio, rememorando anécdotas de la infancia.

– Por supuesto que iré interrumpió Luz la larga pausa. ¿Y el pastel Napoleón? ¿Sigues con los mismos gustos? ¿Y el vino? No vamos a volver a catar esos tintos baratos de la undécima, que nos dejaron mareados tres días.

– Ahora prefiero un buen Rioja. Traje una botella para la ocasión Verónica miró el reloj.

– Anotado, Verónica.

– Mis padres estarán encantados de verte; ayer hablaban de ti. Y ahora tengo que correr, no olvides la hora: a las siete en punto. soltó Verónica, y se desvaneció entre la gente.

Luz corrió al supermercado en busca del pastel. Tenía que excusarse con la familia; Miguel, su marido, cuidaría a los niños, y ella negociaría con él, aunque la memoria le jugaba malas pasadas. ¿Qué hacer con esos recuerdos que se desvanecen? ¿Será mejor así?

– Luz, entra, niña, no te detengas gritó Lidia, la madre de Verónica, abriendo la puerta del salón.

La mesa, cubierta con un mantel de encaje blanco, servilletas recién planchadas y cubiertos de plata, parecía sacada de la infancia de Luz. En el centro reposaba el servicio de té Madonna, ese clásico alemán que había adornado tantas celebraciones familiares. Cada detalle le recordaba la felicidad de sus años jóvenes. Quería volver a ser aquella niña risueña que, sentada en el sofá, hablaba horas de sus enamorados con sus amigas.

Verónica, con una sonrisa, extendió la mano a Pedro Sánchez, el padrino de la casa, quien la llamó hermosa y, para gran vergüenza de Luz, le dio un beso en la mano.

Tras preguntar por los niños, tomar un sorbo de vino y probar un trozo de pastel, Pedro y Lidia se despidieron, dejando a las dos amigas a solas.

– La delicadeza de los padres de Verónica es notable pensó Luz.

– Por fin podemos ponernos al día como antes dijo Verónica, dejando una copas de vino medio vacías sobre la mesa.

– Hace tres años nos mudamos a la capital. Compramos un piso; mi marido es abogado y yo doy clases de matemáticas en un instituto. Nuestro hijo, Juan, está en segundo de primaria y pasa los fines de semana con los padres de su hermano mayor, Rubén. ¿Y tú? preguntó Verónica, relajándose.

– Yo soy ama de casa, aunque trabajo tres veces por semana como empleada doméstica para familias adineradas. Miguel es maquinista de trenes. Nuestra hija Sofía tiene seis años, y la pequeña Clara, cinco; ambas van al guardería y a clases de danza en el centro cultural.

– ¿Te acuerdas de que soñábamos con casarnos con pilotos y entrar a la escuela de vuelo? ¡Qué aventureras éramos! soltó Verónica entre risas.

– Sí, considerábamos a los chicos de treinta años ancianos y los evitábamos como a la peste replicó Luz.

– ¡Qué tiempos aquellos! Teníamos planes grandiosos y creíamos en todo. Pero el rosado del optimismo se nos escapó

– Verónica, aún no me has contado lo esencial: ¿has visto a Andrés? preguntó Luz, con los ojos azules que nunca lograba ocultar.

– Mejor no hablemos de eso. Apenas recuerdo esos días. No busco a Andrés, y él tampoco a mí. Nos cruzamos casualmente, como extraños, sin saludos. respondió Verónica, intentando apartar el tema.

– Vaya, amiga, parece que el olvido también te ha atrapado. Lo siento, no quería herirte. intentó consolar Verónica.

– No, no murmuró Luz, avergonzada.

El diálogo se volvió tenso y Luz se preparó para irse. En el taxi, el recuerdo latente comenzó a salir a la superficie, como si la mente quisiera revelar lo que había enterrado. Su corazón latía a mil por hora, la respiración se volvía pesada, sus mejillas se ruborizaban y los dedos se helaban.

– ¿Le va mal? preguntó el taxista.

– ¿Puede ir más rápido? Tengo que llegar ya. suplicó Luz.

En esos veinte minutos, los fragmentos perdidos de su pasado volvieron a encajar, aunque aún faltaban piezas. Luz se vio a sí misma en su habitación infantil: fotos de actores pegadas en la pared, una colección de muñecas de porcelana con vestidos de baile, y un libro abierto sobre el escritorio, cuyo título no lograba distinguir. En la cama, con unas tijeras de manicura, cortaba su vestido de boda blanco; los cristales brillaban sobre el suelo, la velo se desmenuzaba en tiras y los tacones terminaban en polvo. El perfume de canela, romero y jazmín impregnaba la estancia.

De pronto, sus ojos cayeron sobre una pequeña caja de terciopelo. Sin dudar, la abrió y encontró dos anillos de oro grabados con la palabra para siempre. Agarró un hacha del trastero y, con varios golpes, aplastó los anillos hasta convertirlos en una masa amarilla. Luego, tomó unas tijeras y empezó a cortar su melena rubia mientras su madre la observaba.

– No habrá boda. Lo mejor para los dos será separarnos recordaba la voz de Andrés, escuchada tres días antes del enlace, en una llamada que aún resonaba en su cabeza.

Al bajar del coche, justo frente a su edificio, vio una silueta masculina en la penumbra.

– ¿Quién será? ¿Andrés? pensó Luz, incrédula ante la coincidencia de dos encuentros inesperados en un mismo día.

– ¡Buenas noches, Luz! No me rechaces, por favor, escúchame suplicó la figura.

– No estoy feliz de verte, Andrés, pero tienes cinco minutos. El tiempo ya corre respondió Luz con firmeza, como quien dicta su propio juicio.

La luz de la farola reveló el nerviosismo de Andrés.

– Lo siento, Luz. Me avergoncé como un niño. Tenía veinte años, tú veintiocho. Estaba casado, mi esposa me engañó, y pensé que si te dejaba, volvería a ser un ridículo. Te amaba, y sigo amándote.

Andrés se acercó y tomó sus manos.

– No lo hagas dijo Luz, retirando su brazo. El tiempo que le quedaba se escapaba.

– Hablé con Verónica, le conté todo y le pedí que hablara contigo. Ella prometió avisarme si todavía me querías.

– ¿Qué? exclamó Luz, incrédula. ¿La traicioné con Verónica?

– Lo siento, no lo sabía se defendió Andrés.

Luz lo empujó.

– Espera, aún no he terminado. Ese día, después de hablar contigo, me fui a la sierra y corté el teléfono.

Andrés intentó tocar una cicatriz en el antebrazo de Luz.

– No lo hagas gritó ella, con un gemido ahogado.

En su mente, los recuerdos se arremolinaban como un caleidoscopio, encajando piezas perdidas.

– Tus padres y tu hermano amenazaron con destruirme si me acercaba a ti. Les prometí que no volvería a aparecer en tu vida susurró Andrés.

– Te vi bajo la ventana de tu habitación, cuando estabas con la sonda. Me dijeron que pasaste dos semanas en cuidados intensivos sin despertar. ¿Por qué? No tengo derecho a juzgarte, es mi culpa continuó él, ofreciendo dinero y promesas de un futuro ideal.

La calle estaba en silencio, solo el zumbido de mosquitos y el crujir de los grillos se oían a lo lejos. De pronto, Luz escuchó el estruendo de una puerta que se abre en el baño. Se encontró en una bañera de agua caliente, teñida de rojo por la sangre que brotaba de una herida en su brazo izquierda. El aroma a canela, romero y jazmín llenaba la habitación.

Un grito la despertó. El rostro pálido de su padre, ahora con canas, la miraba horrorizado.

– ¡Hija, qué has hecho!

Los recuerdos del techo blanco del hospital se desvanecían, la mano vendada dolía, pero el dolor más profundo era el del alma.

Pasó tres meses y medio en el hospital; al primer nevón regresó a casa con sus padres. La herida sanó, pero parte de ella murió, quedó una sombra. Los recuerdos y los conocimientos también se esfumaron; los fármacos que le administraron apagaron su dolor físico pero la convirtieron en una especie de zombi, incapaz de volver a ser la Luz alegre de antes.

Años después, trabajando como cajera en un supermercado, conoció a Miguel. Su amor curó su corazón herido y despertó en ella el deseo de vivir. Se casaron y la vida parecía volver a encaminarse.

– Espérame un minuto, Andrés dijo Luz, mientras corría al portal del edificio.

Abrió la puerta del trastero y en la estantería más alta encontró una caja cubierta de polvo.

– Toma entregó Luz a Andrés la caja, la había hallado bajo el fregadero después de mudarse. Era lo único que quedaba de su amor eterno.

Andrés abrió la caja; dentro yacían dos anillos destrozados. Una vieja melodía resonó en su cabeza:

– Anillo de boda, no es solo joya, es la unión de dos corazones

Apretando los fragmentos de su pasado en la mano, Andrés permaneció bajo la tenue luz de la farola, mientras la noche se cerraba sobre él.

Rate article
MagistrUm
UN ARREPENTIMIENTO TARDÍO.