Mi marido y yo lo dimos todo para que nuestros hijos tuvieran más. Y ahora, en la vejez, nos encontramos completamente solos.
Toda la vida nos privamos de todo para que nuestros hijos no pasaran necesidades. Y ahora, con las canas en la sien, la soledad es nuestra única compañía.
Vivimos por y para ellos. No por nosotros, no por el éxito, solo por ellos, por nuestro querido trío, a quien adorábamos, mimábamos y por quien lo sacrificamos todo. ¿Quién podía imaginar que, al final del camino, cuando la salud flaquea y las fuerzas se apagan, en lugar de gratitud y cariño, solo quedarían silencio y dolor?
Conocí a José desde niños. Crecimos en la misma calle, compartimos pupitre en el colegio. A los dieciocho, nos casamos. Una boda humilde, con apenas unos pocos ahorros. Meses después, supe que estaba embarazada. José dejó la universidad y encontró dos trabajos, solo para poder poner comida en la mesa.
Vivíamos con lo justo. A veces pasábamos días enteros comiendo solo patatas asadas, pero nunca nos quejamos. Sabíamos por qué lo hacíamos. Soñábamos que nuestros hijos nunca conocieran la miseria que nosotros habíamos vivido. Cuando las cosas mejoraron un poco, volví a quedarme embarazada. Fue duro, pero no nos echamos atrás. Los hijos no se abandonan.
No teníamos ayuda. Nadie en quien confiar, nadie de la familia en quien apoyarnos. Mi madre murió joven, y la madre de José vivía lejos, demasiado ocupada con su propia vida. Dividía mi tiempo entre la cocina y el dormitorio, mientras él trabajaba hasta el agotamiento, volviendo a casa con los ojos hundidos y las manos agrietadas por el frío.
A los treinta años ya tenía tres hijos. ¿Fue difícil? Sin duda. Pero nunca esperamos que la vida fuera fácil. No nos tocó navegar con viento a favor. Seguimos adelante. Entre préstamos y sacrificios, conseguimos comprar pisos para dos de ellos. Solo Dios sabe cuántas noches en vela nos costó. Nuestra pequeña Lucía soñaba con ser médico, así que ahorramos hasta el último céntimo y la mandamos a estudiar al extranjero. Pedimos otro crédito y nos dijimos: “Lo conseguiremos”.
Los años pasaron como fotogramas de una película. Los hijos crecieron y echaron a volar. Cada uno con su vida. Luego llegó la vejez, no despacio, sino como un tren de carga, con el diagnóstico de José. Se debilitaba, se apagaba ante mis ojos. Lo cuidé sola. Sin llamadas, sin visitas.
Cuando telefoneé a nuestra hija mayor, Marta, suplicándole que viniera, respondió secamente: “Tengo hijos, tengo mi vida. No puedo dejarlo todo”. Poco después, una amiga me contó que la había visto en un bar, riendo con sus amigos.
Nuestro hijo Javier siempre estaba “demasiado ocupado”, aunque ese mismo día subió fotos a Instagram tomando el sol en una playa de Marbella. Y nuestra pequeña Lucía, por la que vendimos hasta la mitad de nuestras cosas, la que tenía un prestigioso título europeo, solo me escribió: “Lo siento, no puedo faltar a los exámenes”. Nada más.
Las noches eran lo peor. Me quedaba junto a la cama de José, dándole sopa con cuchara, tomándole la fiebre, sujetándole la mano cuando el dolor le retorcía el rostro. No esperaba milagros, solo quería que supiera que aún importaba. Que era importante para mí.
Fue entonces cuando lo entendí: estábamos completamente solos. Ni apoyo, ni calor, ni el más mínimo interés. Les habíamos dado todo: comíamos menos para que ellos comieran bien, usábamos ropa gastada para que ellos vistieran a la moda, nunca nos fuimos de vacaciones para que ellos pudieran volar al sol.
¿Y ahora? Ahora éramos una carga. ¿Lo más cruel? Ni siquiera era una traición. Era la certeza de que nos habían borrado de sus vidas. Una vez fuimos útiles. Ahora… solo éramos un estorbo. Ellos jóvenes, vivos, con futuro. Nosotros, reliquias de un pasado que nadie quiere recordar.
A veces escuchaba las risas de los vecinos en el pasillo: los nietos venían de visita. Otras veces veía a mi vieja amiga Carmen de paseo con su hija del brazo…
Mi corazón se aceleraba cada vez que oía pasos en el pasillo, esperando que fuera alguno de mis hijos. Pero nunca lo era. Solo eran repartidores o enfermeras para el vecino de al lado.
José murió una fría mañana de noviembre. Apretó mi mano y susurró: “Has sido maravillosa, Nina”. Y luego se fue. Nadie vino a despedirse. Ni flores, ni viajes apresurados. Solo yo y la enfermera del hospicio, que lloró más que todos mis hijos juntos.
No comí en dos días. Ni siquiera pude hervir agua para el té. El silencio era insoportable: denso, pesado, como una manta mojada. Su lado de la cama seguía intacto, aunque hacía meses que no dormía allí.
¿Lo peor? Ya ni siquiera sentía rabia. Solo un vacío doloroso. Miraba los retratos escolares enmarcados en la repisa y pensaba: “¿En qué nos equivocamos?”.
Unas semanas después, hice algo que nunca había hecho: dejé la puerta de casa abierta. No porque me hubiera olvidado, ni porque esperara a alguien. Sino porque… ya me daba igual. Si alguien quería robarme las tazas rajadas o mi cesta de ganchillo, que lo hiciera.
Pero no fue un ladrón. Fue un nuevo comienzo.
Eran las cuatro de la tarde lo recuerdo porque en la tele ponían uno de esos programas basura que siempre odié. Estaba doblando una toalla cuando oí un golpecito suave, y luego una voz: “¿Buenas tardes?”.
Me giré y vi a una chica en la puerta. Tendría unos veinte años, pelo rizado y oscuro, y un jersey demasiado grande. Parecía dudar, como si se hubiera equivocado de piso. “Perdone, creo que me he confundido”, murmuró. Podría haber cerrado la puerta y seguir. Pero no lo hice. “No pasa nada”, le dije. “¿Quieres un té?”. Me miró como si estuviera loca, pero asintió. “Sí, por favor. Sería genial”.
Se llamaba Alba. Acababa de mudarse al piso de al lado después de que su padrastro la echara de casa. Nos sentamos a la mesa, bebimos té frío y hablamos de todo y de nada. Me contó sobre su turno de noche en el supermercado. Cómo a veces se sentía invisible. “Me suena”, le dije.
Desde entonces, Alba vino a menudo. A veces traía un trozo de tarta de plátano que, según ella, “no estaba muy buena”. Otras veces, un puzzle usado que había rescatado del contenedor de donaciones. Esperaba sus pasos con ilusión. Ella no me veía como una carga. Me preguntaba por José. Se reía con mis historias. Una vez hasta arregló el grifo que goteaba sin que se lo pidiera.
Y luego, en mi cumpleaños el que mis hijos olvidaron, llegó con una pequeña tarta que decía “Feliz cumple, Nina” escrito en azúcar. Lloré. No por la tarta. Sino porque ella lo había recordado.
Esa misma noche, recibí un mensaje de Lucía. “Siento no haber podido. Estaba ocupada. Espero que estés bien”. Ni una llamada. Solo un mensaje. ¿Y sabes qué? No me sentí destrozada. Sentí… libertad. Libertad de dejar de esperar que fueran quienes yo creía. Libertad tras años de humillación, buscando migajas de atención. Dejé de perseguirlos.
Volví a salir. Me apunté a un taller de cerámica. Planté albahaca en la ventana. A veces Al







