— ¿De dónde sacaste esta foto? — Iván se pálido al ver en la pared la imagen de su padre desaparecido…

¿De dónde es esa foto? se quedó pálido Juan al ver en la pared el retrato del padre desaparecido

Al volver del taller, María estaba en el balcón regando las plantas. Se inclinó sobre las macetas colgantes y, con delicadeza, acomodó las hojas. Su rostro se iluminaba con una luz tranquila y especial.

Mamá, eres como una abeja quitó la chaqueta, se acercó y la abrazó por los hombros ¿Otra jornada de pie?

¿Qué trabajo? desestimó ella con una sonrisa El alma descansa. Mira cómo florece todo. El perfume es como si no fuera un balcón, sino todo un jardín botánico.

Rió suavemente, como siempre. Juan inhaló el fragante aroma y recordó, sin querer, la infancia en la vivienda colectiva, donde el único jardín era una maceta de calancho que perdía hojas sin cesar.

Pasaron muchos años. Ahora María pasaba gran parte del tiempo en la casa de campo que Juan le había regalado por su aniversario. Una casita modesta, pero con un amplio huerto: en primavera sembraba, en verano cuidaba los invernaderos, en otoño cosechaba, y en invierno aguardaba la primavera.

Juan sabía, sin embargo, que tras la sonrisa de su madre siempre habitaba una melancolía tenue, una tristeza luminosa que no se iría hasta que se cumpliera su mayor deseo: ver al hombre que había esperado toda su vida.

El padre. Aquella mañana sencilla se marchó a trabajar y nunca volvió. Juan entonces tenía apenas cinco años. María contaba que ese día su marido la besó en la sien, guiñó al hijo y le dijo: «Sé un buen hombre». Luego partió, sin saber que sería para siempre.

Después vinieron denuncias, la Policía, las búsquedas. Parientes y vecinos murmuraban: «Quizá se fue», «Tiene otra», «Algo habrá ocurrido». Pero María repetía:

No se iría así de la nada. Si no ha vuelto, es porque no puede.

Ese pensamiento acompañó a Juan durante más de treinta años. Estaba convencido de que el padre no podía abandonarlos; simplemente no pudo.

Al terminar la escuela, Juan ingresó en la escuela técnica, aunque en el fondo soñaba con ser periodista. Sabía que debía ponerse en pie lo antes posible. María trabajaba como enfermera nocturna en el hospital, nunca se quejaba. Incluso cuando los pies le hinchaban y los ojos se enrojecían por la falta de sueño, le decía:

Todo bien, Juanito. Lo importante es que estudies.

Y Juan estudió. De noche buscaba al padre en bases de datos de desaparecidos, revisaba archivos, escribía en foros. La esperanza no se apagaba; al contrario, se convertía en su esencia. Se volvió fuerte, porque sabía que debía ser el sostén de su madre.

Cuando consiguió su primer buen empleo, primero pagó las deudas de María, después empezó a ahorrar y, con el tiempo, compró la misma casa de campo. Entonces le dijo:

Ya basta, mamá. Ahora puedes descansar.

María lloró sin pudor. Juan la abrazó y susurró:

Te lo he ganado mil veces. Gracias por todo.

Juan anhelaba una familia, una casa donde oliera el cocido y el pan recién horneado, donde los domingos se reunieran los parientes y resonara la risa infantil. Mientras tanto, trabajaba incansablemente, juntaba dinero para su propio proyecto. Sus manos siempre fueron hábiles; desde niño le gustaba fabricar cosas.

En su corazón latía el sueño de encontrar al padre. Quería, algún día, entrar en la casa y decir:

Perdóname No pude antes.

Entonces todo tendría su sitio. Se comprenderían, se perdonarían, se abrazarían los tres y todo sería, por fin, como debe ser.

A veces Juan sentía que aún escuchaba la voz de su padre, cuando éste lo levantaba en brazos y le decía: «¿Listo, valiente, a volar?» y lo lanzaba al aire.

Esa noche volvió a verlo en sueños. El padre estaba a la orilla del río, con un viejo abrigo, llamándolo. Su rostro estaba borroso, como a través de la niebla, pero sus ojos, grises, eran los mismos, familiares.

El trabajo de Juan era estable, pero un sueldo no basta para los sueños de independencia. Por la tarde se dedicaba a arreglar ordenadores, sistemas inteligentes. En una jornada podía visitar dos o tres casas: impresoras, routers, actualizaciones Todo lo sabía de memoria. Los mayores lo apreciaban por su cortesía, paciencia y claridad.

Una vez recibió un encargo a través de una conocida: una familia adinerada en una urbanización a las afueras necesitaba la red doméstica.

Llegue después de las seis. La dueña estará en casa y le mostrará todo le indicaron.

Juan llegó puntual, pasó el control de acceso y se detuvo frente a una casa blanca con columnas y grandes ventanales. La puerta la abrió una joven de unos veinticinco años, delicada y vestida con un elegante traje.

¿Es usted el técnico? Pase, por favor. El despacho está en el estudio del padre. Él está fuera por trabajo, pero pidió que lo arreglara hoy dijo con una sonrisa leve.

El interior era luminoso, amplio, impregnado de un sutil perfume caro. En el salón había un piano, cuadros en las paredes, estanterías con libros y fotos enmarcadas. El estudio era sobrio: madera oscura, lámpara verde, una mesa maciza y un sillón de cuero.

Juan tomó sus herramientas y se sentó ante el ordenador. Todo marchaba como siempre, hasta que su mirada se posó en una foto colgada en la pared. Una pareja joven: una mujer vestida de blanco con flores en el cabello, al lado un hombre con traje gris, sonriendo.

Los años habían cambiado los rasgos, pero la voz interior le gritó con claridad: era él. Su padre.

Se levantó, se acercó. Los ojos grises, la barbilla conocida, la pequeña hendidura junto a los labios. No podía equivocarse.

Disculpe ¿Quién es la persona de esta foto? preguntó en voz baja.

La joven lo miró sorprendida.

Ese es mi padre. ¿ Lo conoce?

Juan no supo qué responder. Miró la imagen como si viera un fantasma. El corazón le latía con fuerza, como si ella fuera a oír sus pensamientos. Finalmente balbuceó:

Creo tal vez exhaló con dificultad ¿Podría contarme cómo se conocieron sus padres? Perdón si parezco extraño, pero para mí es importante.

La chica, algo avergonzada, respondió:

Mi padre tuvo una vida curiosa. Fue ingeniero y conoció a mi madre por casualidad, de vacaciones, y se enamoraron

Al ver a Juan, comentó:

Parece que se ha puesto pálido. ¿Todo bien? ¿Necesita agua?

Juan asintió sin decir nada. Ella se dirigió a la cocina y él, sin comprender del todo su impulso, abrió su portátil y buscó.

La carpeta Personal estaba protegida con contraseña. Introdujo su fecha de nacimiento y, como por arte de magia, se abrió. Dentro había fotos antiguas, escaneos de documentos y un archivo de texto sin título. Lo abrió.

El texto comenzaba de golpe, como una carta que había temido escribir:

«Desde el primer día supe que estaba mal. Eras bella, inteligente, con recursos y enamorada. Yo nada. Solo empezaba. Mentí diciendo que era soltero, sin familia. Pensé que sería un romance breve. Pero todo se complicó: me presentaste a tus padres como tu prometido, empezamos a preparar la boda Quise huir, pero ya no pude. La confianza tuya, el dinero de tu padre me mantenían. Me hicieron nuevos documentos, pasaporte sin marca de matrimonio. No estoy orgulloso. Creí que así sería más fácil para todos. Lidia olvidará. El hijo es pequeño, no entenderá. Ahora ya no me reconozco. Vivo con abundancia, pero cada mañana tomo café pensando que soy un traidor. No hay vuelta atrás»

Los ojos de Juan se nublaron. Se recostó en el respaldo de la silla y quedó mirando un punto fijo, sin saber qué sentir: ira, desprecio, pena.

Ante él había una traición que se prolongaba décadas. Una madre que había trabajado toda la vida, juntando centavitos, sin volver a casarse, viviendo solo para él. Y un padre que disfrutó de la comodidad, que abandonó, que reescribió su destino.

Juan terminó el trabajo lo antes posible, recibió un sobre blanco con billetes y salió. No recuerda cómo llegó al coche. Se sentó, cerró la puerta, con las manos temblorosas.

Durante tres días no halló palabras para contar la verdad. Pero María, como siempre, percibió:

¿Qué te pasa, Juanito? Pareces no ser tú mismo

Él le explicó todo: la casa, la foto, el portátil, el texto que había leído.

Ella escuchó en silencio, sin interrumpir, solo cerró los ojos una vez y apretó los puños hasta blanquearse los nudillos.

Cuando el joven se quedó callado, la habitación se llenó de un silencio denso. Luego ella se levantó, se acercó a la ventana y miró lejos, al horizonte. Después, con voz calmada, dijo:

Sabes me alivia.

Juan se sorprendió:

¿Alivia?

Sí. Llevo años viviendo con la pregunta: «¿Por qué?». «¿Y si está en problemas? ¿Y si le ocurre algo?». Cada día giraba en círculos. Ahora sé que no está en problemas; simplemente eligió otra vida.

Se sentó a la mesa, apoyó las manos sobre ella. No había lágrimas, solo cansancio, ese que llega tras un largo viaje.

Ya no tengo que esperar, Juanito. No tengo que temer haber perdido algo. Soy libre.

Perdona que haya descubierto todo esto susurró él.

María negó con la cabeza.

No hay perdones que pedir. Todo en la vida tiene su razón, aunque a veces no la entendamos al instante.

Se acercó y lo abrazó, como hacía cuando era niño y él se caía del bicicleta.

Sabes, eres mi mayor regalo. Y él reflexionó él me dio a ti. Así que nada fue en vano.

Aquella tarde Juan se sentó junto al estanque y observó cómo el cielo se tornaba de un suave rosa al ponerse el sol. Comprendió que no necesitaba volver a ver a su padre, ni palabras, ni disculpas, ni vacías promesas. Su padre era ya una imagen de la infancia: cálida, pura, sin exceso. Que quede allí, en los recuerdos.

Vivir no es cargar con el rencor, ni arrastrar un pasado que ya no camina a nuestro lado. Vivir es saber soltar.

Y fue esa misma noche cuando Juan dejó ir todo, de una vez por todas.

(Precio de la vela de larga duración en forma de gel: 59).

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MagistrUm
— ¿De dónde sacaste esta foto? — Iván se pálido al ver en la pared la imagen de su padre desaparecido…