La madre fue puesta en libertad condicional tras cumplir la condena en lugar de su hijo; él vendió la casa y ni siquiera le permitió entrar.

La madre fue puesta en libertad condicional después de cumplir condena en lugar de su hijo; este último vendió la casa y ni siquiera le permitió entrar.

Vera Martínez se detuvo frente a la pequeña verja familiar, apoyando la espalda en la cerca de mimbre. Había corrido desde el autobús como una loca y ya no le quedaban fuerzas. Al ver el humo gris-azulado salir de la chimenea, llevó una mano al pecho: el corazón le latía tan fuerte que parecía querer romperle las costillas. A pesar del fresco del aire, la frente estaba perlada de sudor. Se la secó con un gesto y, con determinación, empujó la cancela de entrada.

Con ojo experto notó que el cobertizo había sido remendado. Su hijo ya no le escribía, pero no había mentido: la casa paterna estaba cuidada, como había prometido. Subió de un salto los peldaños del porche, lista para abrazar a su querido Juanito.

Pero la puerta se abrió ante un desconocido, hosco, con un trapo de cocina colgado del hombro.
¿Busca a alguien? preguntó con voz ronca, examinándola.

Vera Martínez se quedó de piedra.
¿Y Juanito? ¿Dónde está?

El hombre se rascó la barbilla con nerviosismo, mirándola sin cortesía. Ella retrocedió bajo su mirada, consciente de su aspecto: chaqueta acolchada vieja, botines gastados, bolsa manchada ropa de gente humilde. Pero no se vuelve de un paseo cuando sales de en verano te llevaron, y ahora es pleno otoño: solo tenía la ropa de la cárcel.

Juan es mi hijo. ¿Dónde está? ¿Está bien?

El desconocido se encogió de hombros con indiferencia.
Probablemente. Usted debería saberlo. Iba a cerrar la puerta, pero se detuvo. ¿Juan Martínez?

Ella asintió con rapidez. El hombre le dirigió una mirada comprensiva.
Me vendió esta casa hace cuatro años. Pase, si quiere

¡No, no! Vera agitó las manos y casi se cae de los escalones. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

Negó con la cabeza. Ella se dirigió a la cancela. Podría ir a casa de su amiga Lola, pero esa tenía la lengua larga: la llenaría de improperios. Y el corazón de madre le decía que algo malo le había pasado a su hijo.

Caminando lentamente hacia la parada, se sumió en pensamientos sombríos. ¿Qué había ocurrido? Juanito había sido tan confiado Cuatro años atrás, se había fiado de un “amigo” y acabó metido en una estafa. Si Vera no hubiera asumido la culpa, él habría cumplido una pena mucho más larga. A ella, ya mayor, la condenaron solo a cinco años. Tres días antes la habían liberado por buena conducta e incluso le pagaron el billete.

Sentada en un banco de cemento, murmuró:
¿Dónde buscarte, hijito?

Las lágrimas le nublaron la vista. El corazón le dio un vuelco cuando, tres años atrás, dejaron de llegar las cartas de su hijo. Ahora sus peores temores parecían confirmarse: hasta había vendido la casa. Se secó las mejillas con un pañuelo.

De pronto, un coche negro se detuvo frente a ella. El hombre hosco, el nuevo dueño de la casa, le tendió un papel:
Encontré esta dirección en los documentos. Si quiere, la llevo a la ciudad.

Ella tomó el papel como si fuera un salvavidas.
Gracias, hijo, no te preocupes; yo puedo sola. Reanimada, se dirigió al viejo autobús que se acercaba.

Media hora de traqueteos, angustias y desorientación en la ciudad: al fin estaba frente al portal, en el tercer piso de un edificio ruinoso. Tocó el timbre varias veces y contuvo el aliento. Tal vez le darían una noticia terrible. Las lágrimas no cesaban.

Cuando la puerta se abrió, su alegría no tuvo límites: desaliñado, algo bebido, pero vivo ¡su Juanito! Rompió a llorar y quiso abrazarlo, pero él no parecía feliz. Retrocedió, dejando la puerta entreabierta:
¿Cómo me has encontrado?

Desconcertada por su fría bienvenida, no supo qué responder. Juan la giró y la empujó hacia las escaleras:
Lo siento, mamá, pero no puedes entrar. Vivo con una mujer que odia a los exconvictos. Arréglatelas, no tengo un duro.

Vera intentó hablar del dinero de la venta de la casa, pero la puerta se cerró como un disparo al corazón. Ya no lloró. Con la cabeza baja, bajó los escalones. Lola tenía razón: había criado a un sinvergüenza. Debía admitirlo y soportar sus reproches, sin un techo.

De vuelta al pueblo, el destino se ensañó: Lola había muerto hacía seis meses; su casa ahora la ocupaban unos sobrinos casi desconocidos. Bajo una llovizna fina, Vera se refugió en la parada del autobús, pensando en el futuro.

Los faros de un coche la sorprendieron: el hombre de antes, el nuevo dueño de la casa, la llamó:
¡Sube, estás empapada!

Ella rechazó el ofrecimiento entre sollozos: no tenía adónde ir, y ese extraño era tan amable. Él casi la obligó a subir al coche.

Hablaron. Vera contó su amarga historia, omitiendo solo la visita a su hijo por pudor. El conductor, Andrés, le propuso quedarse con él, al menos un tiempo. Así, Vera Martínez volvió a su antigua casa, ahora propiedad de Andrés. Y se quedó.

Andrés trabajaba de sol a sol: tenía un aserradero en expansión; ella se ocupaba de la casa: cocina, ropa, quehaceres. Fácil, con los electrodomésticos modernos. Andrés, aún joven y divorciado, no pensaba en una nueva familia.

Su presencia era justo lo que él necesitaba: bajo su ala materna, Andrés, huérfano criado en instituciones, descubría por fin el calor de un hogar. Cada vez que ella hablaba de irse, él replicaba:
¿Adónde irías? ¡Aquí estás en tu casa!

Poco a poco, su corazón también se calentó. Un hijo de sangre no se reemplaza, claro, pero Andrés resultó ser de una bondad rara, casi un verdadero hijo. Con el invierno acercándose, decidió llevarle la comida al aserraderoa dos pasos, y a veces estaba demasiado ocupado para volver.

Ese día le llevó un termo de cocido humeante y unas albóndigas. Despidió a un extraño de la oficina, tendió un mantel limpio. Andrés rio:
Martínez, ¡eres un general! ¿Y si se ofende?

Ella frunció el ceño:
¿Quieres contratarlo como capataz? Se le ve en la cara: es un pillo. Confía en mi instinto, la cárcel me enseñó a leer a la gente.

Él negó con la cabeza:
Vamos, mamá. Tiene un currículum sólido. No podemos juzgar por una impresión.

Ella tenía razón: un mes después, el aserradero sufrió grandes pérdidas; el tipo vendía madera a escondidas y desapareció con un camión entero. Andrés, sombrío, admitió su error.

Al reclutar un nuevo equipo, decidió: ya que “la abuela” entiende, la haría ayudar. Desde entonces, Vera asistió a las entrevistas: Andrés preguntaba, ella observaba, anotaba un veredicto que luego le pasaba. Páginas enteras: “borracho pendenciero”, “ladrón probado”, “vago alcohólico”conciso, preciso.

También detectaba a los buenos ob

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La madre fue puesta en libertad condicional tras cumplir la condena en lugar de su hijo; él vendió la casa y ni siquiera le permitió entrar.