Vasco lo echaron. De nuevo. La tercera vez en su corta vida. No tuvo suerte, la verdad.

A Garfield lo echaron. Otra vez. Era la tercera vez en su corta vida. No parecía tener suerte.

Solo tenía un año y ya lo habían abandonado tres familias. Bueno, abandonado no Al principio lo pasaban de mano en mano. Y luego Luego lo dejaron junto al contenedor de basura en el barrio de al lado y se marcharon rápido, para que no encontrara el camino de vuelta. Pero él ni lo intentó.

Lo entendió al instante. Por la cara del hombre. A su mujer le dio un patatús cuando Garfield arañó el sofá nuevo, de piel auténtica. Muy caro. Ella dictó sentencia. ¿Y el hombre? Pues el hombre, como siempre, asintió.

Cogió al gato de un año bajo el brazo y salió hacia el contenedor. Garfield ni siquiera intentó seguirle. No. Había visto la condena en sus ojos y lo entendió. Todo era inútil. Podrían haberse despedido como personas, con una caricia, un perdón Pero no.

Fue poco humano. Como tirar un cubo de basura sin más.

Garfield suspiró y rebuscó entre los desperdicios, encontrando unos trozos viejos de pollo para picar algo. Luego salió y se sentó junto al contenedor verde. Miró al sol.

Entrecerraba los ojos, pero no apartaba la vista. Aquel círculo brillante desprendía calor, y a él le encantaba. Eran los últimos rayos del verano, del otoño, del invierno Un pequeño respiro antes del frío. La capa de hielo se derritió

Pero en el alma de Garfield, se quedó helada.

La noche fue gélida. El viento y la helada se aliaron para hacer de las suyas. El gato pelirrojo se congelaba. No sabía dónde ir ni cómo resguardarse, así que

Encontró una pila de hojas secas y se metió entre ellas, enroscándose como un ovillo. Al principio temblaba de frío, pero luego

Luego, cuando el viento helado convirtió su pelaje en una capa rígida, dejó de temblar. Una voz susurraba en su interior, palabras dulces que lo arrullaban, invitándolo a cerrar los ojos y olvidar las penas.

«Enróscate más y duerme. Duerme, duerme, duerme». Notaba calor.

Calor que se extendía por su cuerpo entumecido.

Era fácil. Solo había que rendirse, y todo pasaría. Llegaría la paz, la eternidad. Los rencores se esfumarían.

Garfield suspiró por última vez y aceptó. ¿Para qué luchar? ¿Para qué?

Mañana solo le esperaría más frío, más hambre y el mismo deseo de cerrar los ojos para siempre.

Las farolas se encendieron a lo lejos, y él las miró una última vez. Solía ver su luz desde la ventana de su casa. El gato pelirrojo absorbió aquel destello, y sus ojos brillaron en la oscuridad creciente.

Ese último resplandor llamó la atención de una niña pequeña, también pelirroja, que volvía a casa con su padre. Tiró de su manga.

Ahí dijo. Entre las hojas, hay alguien.

No hay nadie refunfuñó el padre, tiritando. Vamos rápido, que hace un frío que pela.

Intentó apartarla de la pila oscura, pero la niña se encogió de hombros.

Yo lo he visto. He visto una luz.

¿Una luz en un montón de hojas? el padre arqueó una ceja. Imposible.

Pero la niña ya estaba allí, apartando las hojas hasta encontrarlo.

¡Papá! gritó. ¡Te lo dije! ¡Es él!

¿Quién es él? el hombre se acercó, confundido.

Míralo la niña intentó levantar el cuerpo helado.

Déjalo dijo el padre. Está muerto. No vamos a llevarnos un gato muerto a casa.

No está muerto insistió ella. Lo sé. Está vivo. ¡Vi la luz en sus ojos!

¿Luz en los ojos de un gato? el padre se encogió de hombros, pero se agachó y palpó el cuerpecito, buscando un latido.

Y Garfield solo quería dormir. El sueño le cerraba los párpados, y el calor lo envolvía. La voz interior susurraba: «Duerme, duerme No los abras».

Pero aquella vocecilla infantil no paraba.

¡La luz en sus ojos!

«¿Qué quieren de mí? ¿Por qué no me dejan descansar?».

A duras penas abrió los ojos, molesto.

¡Ahí! chilló la niña. ¡Lo ves? ¡Otra vez! ¡La luz!

¿Qué luz? el padre frunció el ceño, pero Se quitó la chaqueta, envolvió al gato y echó a andar hacia casa.

La niña corría a su lado.

¡Papá, por favor, deprisa! ¡Tiene frío!

Entraron en el portal, y poco después, se encendió la luz en un quinto piso.

Bañaron a Garfield con agua tibia y le dieron leche caliente. La niña no paraba de suplicarle:

No te mueras, por favor, no te mueras

El hielo de su pelaje se derritió. Y el de su alma también.

El gran gato pelirrojo observaba, atónito, cómo el padre y la hija cuidaban de él. Ya estaba despierto, y ahora sentía calor de verdad.

No el calor de los radiadores, sino el de un pequeño corazón infantil.

Y afuera, alguien más observaba. Alguien que a veces viene a ayudar.

Se quedó mirando las ventanas iluminadas del quinto piso y murmuró:

Es todo lo que puedo hacer. Todo lo que puedo.

Tras un momento, añadió:

La luz No todos la ven. Y no todos los que la ven saben guardarla.

Garfield, mirando a la niña pelirroja, no pensaba en la grandeza del ser humano. Eso lo piensan las personas. Él pensaba en lo suyo.

Había visto la luz. La luz en sus ojos.

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MagistrUm
Vasco lo echaron. De nuevo. La tercera vez en su corta vida. No tuvo suerte, la verdad.