**Divorcio en mayo: Se fue con alguien “más joven y bella” y cerró la puerta**
Me divorcié de mi marido en mayo. Se marchó, dando un portazo por esa que era “más joven y más bonita”. Pero eso ya son detalles.
Mi marido era un hombre corriente. Antes del matrimonio, parecía atento y delicado, con todos los clichés de los poemas románticos. Después, la versión de prueba expiró, y la licencia resultó limitada.
Nada criminal, claro. Pero había una espina. Empezó a contar céntimos. Y siempre con distorsiones.
Sí, él ganaba, de media, doscientos euros más que yo (los sueldos fluctuaban, pero poco). Y eso significaba que él era el “sostén de la familia”, mientras yo cargaba la casa a mis espaldas. En cuanto a los gastos, él calculaba con una fórmula peculiar.
Si las compras eran “para la casa”, entonces él había gastado por mi culpa.
“Para la casa” era el coche con cuotas de trescientos euros al mes, en el que me llevaba al Mercadona una vez por semana.
“Para la casa”, o sea, “para mí”, eran las mantas, toallas, ollas, la reforma del baño.
“Para mí” eran la ropa y los juguetes del niño, la guardería y los pediatras.
“Para mí” era pagar las facturas, porque yo me ocupaba de eso. Y si el dinero salía de mi mano, era “gasto mío”.
Todo esto era “para la mujer”. Por tanto, “para el marido”, como se vio, apenas salían unas migajas del presupuesto familiar. A sus ojos y los de su familia, yo era un “agujero en las finanzas”. Ganaba menos y gastaba casi todo lo que él traía. Adoraba, al final del mes, preguntarme con ironía cuánto sobraba. Y, claro, nunca sobraba.
En el último año de matrimonio, su frase favorita era: “Hay que recortar tus gastos. Siempre quieres demasiado.” Y recortaba.
Al principio, acordamos dejar cien euros cada uno para gastos personales y el resto iría a los gastos comunes. Luego, decidió quedarse también con la diferencia entre nuestros sueldos. Es decir, él guardaba doscientos. Y yo seguía con mis cien.
Más tarde, hizo nuevos cálculos y redujo su contribución otros cien euros. ¿La excusa? “Tu champú cuesta cinco euros, y yo me lavo la cabeza con jabón.”
Al final, en el último año, yo tenía quinientos euros al mes para los gastos de la casa, compras, cuota del coche y el niño. Doscientos venían de él. Trescientos, de mí. Nunca alcanzaba.
Dejé de guardar los cien euros para mí y metía todo mi sueldocuatrocientosen la casa. Sobrevivía con bonos ocasionales y pequeños extras, escuchando siempre que era una derrochadora. Que él me mantenía. Y que iba a apretarme más el cinturón.
“¿Por qué no te divorciaste antes?”
Era tonta. Creía en él. Y en su madre. Y en la mía. Me convencieron de que todo era cierto: él me sostenía, y yo no sabía administrar el dinero. Iba con ropa gastada, contaba cada céntimo, tragaba analgésicos y posponía ir al dentista porque la clínica pública estaba en obras y no podía pagar a un privado.
Mientras, él gastaba trescientos euros al mes en caprichos. Se enorgullecía de saber “gestionar el presupuesto personal”. Compraba móviles nuevos, zapatillas de marca, un subwoofer para el coche por un precio absurdo.
Y luego, nos divorciamos. El gran “sostén” voló a los brazos de alguien que no usa ropa de segunda mano, que va al gimnasio y no pasa las noches inventando comidas con lo poco que sobraba, ni tejiendo calcetines para el hijo con restos de lana.
Yo, claro, lloré. ¿Cómo sobreviviría sin su “sustento”, con un niño que criar? Apreté aún más el cinturón, mirando al futuro con terror.
Hasta que llegó la nómina. O mejor dicho, cayó como siempre, pero esta vez aún tenía dinero en la cuenta. Mucho dinero. Antes, ya debía en la tarjeta cuando entraba el salario.
Después vino el anticipo. Y el dinero aumentó.
Me senté. Me sequé las lágrimas y tomé una hoja. Empecé a sumar. “Entradas” y “Salidas”. Sí, había desaparecido su sueldoo mejor, los doscientos euros que me dejaba (pues siempre se quedaba trescientos para él). Y también se había ido la cuota del cochetrescientos euros.
En las compras, ahora gastaba menos de la mitad. Nadie refunfuñaba porque el pollo no fuera carne de verdad. Nadie exigía cerdo, filetes o sopa más sustanciosa. Nadie fruncía el ceño ante el queso barato. Nadie pedía cerveza. Los dulces no desaparecían en minutos.
Y nadie decía: “Tus postres no valen. Quiero pizza.”
¡¡¡ME ARREGLÉ LOS DIENTES!!! Dios mío, ¡¡¡ME ARREGLÉ LOS DIENTES!!!
Tiré la ropa vieja y compré prendasAhora respiro tranquila, con el corazón ligero, sabiendo que al fin soy dueña de mi vida.






