¡Cállate! rugió el hombre, arrojando la maleta al suelo. Me voy de ti y de este pozo en el que llamas vida.
¿Pozo? Marisol se volvió lentamente desde la cocina, donde freía patatas para la cena.
Este pozo mantuvo a tu madre veinte años mientras iba de médico en médico. ¿Lo has olvidado?
¿Qué tiene que ver mi madre? ¡No la metas en esto!
Tiene todo que ver, Víctor. Mientras tú hacías tus “grandes negocios” en la capital, yo estaba aquí con tu madre paralítica. Cambiándole los pañales, por si no lo recuerdas.
Víctor se plantó en la puerta de su piso de dos habitaciones, con un traje nuevo y la maleta a sus pies. Hacía mucho que Marisol no lo veía tan elegante: bronceado, en forma, oliendo a colonia cara. Nada que ver con el hombre que llegaba del taller cubierto de grasa.
Recordaba cuando se conocieron. Un baile en el club social, él, joven mecánico; ella, de contabilidad. La hizo girar al ritmo de “Bésame Mucho”, susurrándole tonterías al oído. Luego, una boda modesta, treinta invitados, ensaladilla rusa y cava. Su suegra lloró de felicidad, abrazándola: “Gracias, hija, por domesticar a mi Victorito.”
Domesticado. Veintidós años juntos. Criaron a una hija, Lucía. Ahora estudiaba Medicina, con su beca y los extras que Marisol conseguía. Víctor no daba un euro los últimos tres años, todo lo invertía en su “negocio”. Qué negocio, nunca lo entendió. Talleres, transportes todo fracasaba.
No lo entiendes Víctor encendió un cigarrillo en el recibidor. Sergio me ofreció mudarme a Madrid. Tiene lavaderos de coches, seré el encargado. Alquilará un piso.
¿Irás solo? Marisol se secó las manos en el delantal. Le temblaban, pero mantuvo la voz firme.
No Víctor apartó la mirada. Con Alba. Ella me comprende. Cree en mí.
Alba. Marisol lo sabía desde hacía meses. Leyó sus mensajes mientras él se duchaba. “Cariño”, “cielo”, “te echo de menos”. Veintiocho años la “cielo”. Trabajaba en el concesionario donde Víctor compró un coche. A crédito, que Marisol seguía pagando con su sueldo de profesora.
¿Y Lucía? preguntó. Tu hija. Termina la carrera en un año.
Crecerá y lo entenderá. No puedo seguir así. Tengo cuarenta y cinco, Marisol. Aún soy joven, puedo cambiar todo.
Marisol se acercó a la ventana. En el patio, la vecina Pilar tendía la ropa. Al verla, le hizo un gesto. Pilar lo sabía todo. Sobre Alba, sobre que Víctor solo venía a dormir. Le llevaba empanadas: “Aguanta, Marisoles.”
¿Recuerdas dijo Marisol en voz baja cuando Lucía tenía cinco años y enfermó de neumonía? Los médicos no daban esperanzas. Tú trabajabas horas extras para los medicamentos. Yo no me movía de su cama. Dijiste: “Somos familia, Marisol. Lo superaremos.”
Eso fue hace mucho.
Quince años. ¿Y cuando tu madre tuvo el derrame? ¿Quién la acompañó a los hospitales? ¿Quién no dormía, volteándola cada dos horas? Yo, Víctor. Tú ponías excusas: trabajo, negocios. ¿Qué negocios? Ya perseguías tu sueño.
Víctor apagó el cigarrillo en el alféizar. Marisol frunció el ceño: era nuevo, lo pagó con sus ahorros.
Siempre recuerdas lo malo espetó él. ¿Y lo bueno? ¿El viaje a la playa?
Hace diez años. A Alicante. Una semana.
¡Nada te basta!
Marisol lo miró. Los ojos le ardían, pero no lloró. No le daría ese gusto.
Pues vete, Víctor. Ve con tu Alba. Pero recuerda esto: cuidé a tu madre hasta el final. Dos años dándole de comer, bañándola, medicándola. ¿Dónde estabas tú? ¿Trabajando? ¿En qué, Víctor? Llevas cinco años sin empleo fijo. Soñabas con ser rico.
¡Lo intenté! ¡Por la familia!
¿Por la familia? Marisol soltó una risa amarga. Lucía trabaja de noche en el hospital para pagar sus libros. Porque su padre quiso ser empresario. Yo doy clases extra y repaso. ¿Por quién te esforzabas?
Víctor calló, apretando el mango de la maleta.
¿Y sabes lo peor? continuó Marisol. Tu madre me dijo antes de morir: “Perdónalo, hija. Es débil. Siempre lo fue. Gracias por aguantarlo.” No lo entendí entonces. Ahora sí.
¡No me llames débil! estalló él. ¡Me ahogo aquí! ¡En este piso, en esta ciudad, contigo! ¡Tu perfección me está matando!
¿Mi perfección? Marisol rio con ironía. Los últimos años solo callé. Cuando llegabas borracho. Cuando desaparecía el dinero de tus “proyectos”. Cuando olías a otro perfume. Pensé: pasará, recapacitará. Por la familia.
Sacó una carpeta del armario. Víctor se tensó.
¿Qué es eso?
Los papeles del divorcio. Los preparé hace un mes. Esperaba a que te decidieras. O yo. Pero tú fuiste primero. Firma.
Víctor palideció al ver los documentos.
¿Lo lo sabías?
No soy tonta. Te di oportunidades. Y a mí misma: por si me equivocaba. No me equivoqué.
El piso murmuró él.
Es mío. A nombre de mi madre, lo heredé. Estás empadronado, pero no tienes derechos. Puedes demandar, pero llevas tres años sin trabajo oficial. ¿Pagarás la manutención de Lucía?
Es mayor de edad
Estudiante a tiempo completo. Hasta que termine. Artículo 85 del Código Civil.
Víctor firmó con rabia y arrojó la carpeta.
¿Contenta? ¿Veintidós años tirados?
Marisol lo observó. Las canas en sus sienes, las arrugas. Alguna vez lo amó. Ahora era un extraño.
No tirados. Tenemos a Lucía. Inteligente, buena, trabajadora. Sale a mí sonrió con tristeza. Gracias por estos años. Hubo cosas buenas. Pero torciste el camino. O siempre fuiste así, y yo no lo vi.
Víctor levantó la maleta. Dudó en la puerta.
Te arrepentirás. Estarás sola.
No lo estaré. Tengo a Lucía. Mi trabajo. Amigas. Y me apuntaré a clases de tango. Siempre quise aprender. Decías que las vacas no bailaban tango. Ya veremos.
La puerta se cerró de golpe. Marisol respiró el silencio. En la cocina, las patatas estaban quemadas. Las tiró al fregadero y abrió la ventana.
Sonó el teléfono. Lucía.
Mamá, ¿qué pasa? Pilar me llamó. Dijo que papá se fue con una maleta.
Estoy bien, cariño. ¿Vienes a cenar?
Mamá ¿Estás llorando?
No era cierto. Estoy picando cebolla.
Voy para allá. Después del turno.
No, Lucía. Mañana tienes examen.
Mamá, no discutas. Ya voy. Y te quiero. Eres la más fuerte.
Marisol colgó. Sacó una botella de vino un






