La mamá siempre tiene la razón

Lucía, ese tu Carlos no me convence soltó mi madre después de conocer al prometido de la hija, sin ningún titubeo.

Escucha, Lucía, a ver si te fijas en lo que ella te dice o, al menos, pregúntale qué es lo que no le gusta de tu elección (a veces a uno simplemente no le hace gracia la gente, pero en otras ocasiones se perciben actitudes inquietantes que una enamorada puede pasar por alto). La historia habría tomado otro rumbo.

Yo, sin embargo, solo le di la espalda a mi madre y defendí a Carlos con lo que, a mi juicio, eran argumentos bastante razonables.

Nadie te gusta nunca. Por eso acabas sola, aunque podrías haberme casado conmigo en paquete.

Entiendes poco refunfuñó María.

¿Y por qué piensas que no entiendo nada? ¿Porque soy más joven?

Yo no soy ciega: veo que te han interesado varios hombres, todos parecían bastante decentes. Y tú los has rechazado sin mirarles ni una vez.

¿Sin mirar? dijo mi madre, con su tono filosófico. Basta, Lucía, dejemos este tema.

Ya te dije lo que pienso, ya que has traído a Carlos a conocerme. Después decides si le haces caso o si prefieres decidir tú sola quién te merece.

Mamá, te recuerdo que ya es tarde para decidir. Estoy embarazada de Carlos. Y, si eso ocurre, mi hijo no crecerá sin padre.

Una parte del resentimiento de Angélica con su madre surgía de la ausencia del padre en su vida. En la escuela era la única sin papá, salvo los casos de muerte, que son otra cosa. A Angélica, su padre estuvo presente hasta que, cuando tenía tres años, sus padres se divorciaron y él la abandonó.

Al final, su madre le recordaba que, si Angélica le hubiera dado al hombre un hijo, todavía podrían hablar de criar al niño juntos, pero a ella le tocaba hacerse cargo sola. Por suerte, el padre pagaba la pensión sin fallos, aunque jamás aparecía en su vida ni mostraba interés.

Angélica estaba convencida de que la falta del padre también era culpa de su madre. Podía haber traído a casa a un padrastro y vivirían bien, aunque el hombre quizá no la quisiera como a las niñas que tenían papá presente. Al menos habría un hombre bajo el mismo techo y la familia no tendría ese estatus incompleto que los compañeros de clase usaban para burlarse de Lucía en la secundaria.

Así que decidió que el padre del niño sería, en cualquier caso, Carlos. No era perfecto, pero la amaba y, según él, amaría al bebé.

Cuando le confirmaron la paternidad, Carlos se mostró como un hombre decente: se lo puso de inmediato, empezó a imaginar cómo transformar la segunda habitación del piso en un cuarto de niños. A Angélica le derretía el corazón ese gesto, y las quejas de su madre sobre que algo no le cuadraba en Carlos no podían romper la ilusión.

Al final, no fue la madre la que obligó a Carlos a quedarse. Lo que a ella le molestaba de él lo descubrió Angélica cuando su pequeño cumplió un año.

Carlos trabajaba, pero no había ni una palabra de ayuda con la pequeña Sofía. Su madre, Elena, se lo puso aún peor, contando cómo ella, con dos hijos, arreglaba la casa, trabajaba casi de inmediato después del parto y todo con una tecnología que Angélica y Carlos no tenían en su piso. Elena no consideró que en su familia ambos niños iban a guardería a las pocas semanas de nacidos y, después, a la escuela con comedor y actividades de refuerzo.

El aporte de Elena a las tareas domésticas se limitaba a preparar el desayuno y a lavar la ropa. Ya tenían una lavadora, aunque no tan moderna como las de hoy, pero mostraba ese estilo de vida como modelo a seguir.

El problema surgió al primer mes de Sofía: en su ciudad ya no había guarderías. Las madres tenían que quedarse con sus hijos los tres primeros años, solas, resolviendo todo a las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Algunas tenían la ayuda de sus maridos, otras de sus propias madres, pero María vivía en otra provincia y aún no se había jubilado, así que Angélica se quedaba sola con el bebé.

Aun así, seguía creyendo que Carlos la amaba y que su familia estaba bien, hasta que una tarde, mientras se duchaba, se activó la alarma contra incendios del edificio.

Ya habían sido dos falsas alarmas ese año y Carlos no reaccionó ante el sonido, así que Angélica, con la ducha todavía corriendo, se envolvió en una toalla y salió a ver qué ocurría. Encontró la puerta de entrada abierta de par en par y el humo entrando desde la escalerilla.

Corrió como el viento a la habitación de Sofía, la envolvió en una manta y se lanzó a escapar. Se subió al desván y, cruzando por el tejado, llegó al portal vecino. Allí la recibió un Carlos aturdido, con las manos temblorosas sujetando su nuevo ordenador de última generación, una cámara de vídeo profesional que había comprado hacía medio año y, de su chaqueta, un tablet y un móvil.

¡Hijo mío! baló Angélica. Si no fuera por la niña, te habría matado al instante.

En vez de disculparse o intentar explicarse, Carlos la acusó de estar loca, diciendo que había reaccionado como pudo, que se le había ido la cabeza y que había olvidado a su esposa y a su hija, cosa que a cualquiera le puede pasar. Lo peor fue que, cuando se activaron sus reflejos, su prioridad no fue salvar al bebé ni a su esposa, sino proteger su ordenador, su cámara y su móvil.

Naturalmente, Angélica se divorció de Carlos. Durante los siguientes seis meses la suegra la acosó, intentando volver a juntar a la pareja con el pretexto de no destruir la familia. Al final, mi madre volvió a acoger a su hija y a su nieta bajo el mismo techo.

Mamá, tenías razón, no debí involucrarme con Carlos. Cuando entendí que podía abandonarme, lo supe.

¿Te acuerdas de cuando nos encontramos en la entrada del edificio y el perro del vecino empezó a ladrar?

¿El Archie? Ese siempre ladra; su dueño, el tío Toño, nunca lo suelta del collar. Es un perrito bueno, solo ladra por miedo

Exacto, cuando se asustó, Carlos se lanzó a la calle sin pensar en protegerte ni en coger a la niña. Ya sabías que tenías a la bebé en brazos y él lo sabía. Los padres que realmente aman no hacen eso.

Antes habría dicho puedes hablar de los padres que sí se preocupan, pero ahora, tras vivirlo en carne propia, se quedó callada. Comprendió, por suerte a tiempo, que la mera presencia de un padre o marido no garantiza nada. A veces es mejor criar al niño sola que vivir con cualquiera solo por mantener una fachada.

Así que ya no lo hará. Y si Sofía, cuando sea mayor, llega a preguntar a su madre por qué creció sin papá, Lucía sabrá qué responder. Contará la historia sin adornos: que el papá, en una emergencia, se lanzó a salvar su portátil, su cámara y su móvil, no a su hija ni a su mujer. Y se preguntará si, cuando él sea viejo, la tecnología será lo que lo mantenga vivo o si se atreverá a tocar la puerta de su hija pidiendo ayuda.

Seguramente Sofía nunca lo perdonará. Angélica, en cambio, ya no lo perdonaría bajo ningún concepto.

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