Le enseñó una lección a su suegro

Querido diario,

Hoy vuelvo a sentirme atrapada en ese torbellino familiar que parece no tener fin. Mi suegra, Antonia Serrano, ha vuelto a lanzar sus críticas como dardos afilados. «¿Qué haces alimentando a mi marido? ¡No tienes conciencia!», ha vociferado, recordándome que antes se llevó a su único hijo, el querido Sergio, de nuestro seno y ahora quiere arrebatarme también a mi esposo, Nicolás Álvarez.

Nicolás, con la paciencia que le queda, respondió entre labios torcidos: «Me gusta tu forma de cocinar, pero ya llevamos cuarenta años en el mismo guiso. ¡Abre un libro de recetas!». Yo, que siempre he intentado complacerla, le dije que quizás le faltaba probar una buena paella de la que ella misma dice que a su hermana Galiana le había dejado huella. Él, con una sonrisa forzada, admitió que sí, que había probado aquel plato y que le había sorprendido.

La discusión se fue enredando. Antonia se quejaba de que la comida de Nicolás le daba asco y la acusaba de no incluirla nunca en sus celebraciones. Nicolás, intentando defender su dignidad, lanzó una frase digna de los dichos populares: «Si te falta sabor, quizá sea porque no has abierto el libro de cocina que tanto te pido». El aire se cargó de reproches y amenazas. «Si no me escuchas, te mandaré al ático y te alimentaré sólo con avena y agua», lanzó Antonia, mientras yo observaba la escena con el corazón encogido.

Yo, que no quiero que la familia se desgarre, pensé en buscar una solución práctica. Antonia, después de un largo silencio, me ordenó que tomara la tarjeta bancaria y fuera a Madrid a comprar el libro de recetas que tanto quería. «Con eso podrás ayudarme, y mientras tanto tú también servirás a tu familia», me dijo, mientras el brillo del sol se reflejaba en la ventana del salón.

Así, en menos de una hora, Nicolás ya estaba en la estación de tren, con la tarjeta en mano y la determinación de comprar aquel libro que, según Antonia, resolvería todos nuestros problemas. Al subir al tren, pensé en la frase: «A buen hambre no hay mal pan», y me cuestioné si realmente la comida podía curar nuestras heridas.

Al llegar a la ciudad, mientras buscábamos una cafetería para tomar algo rápido, escuché la voz de Galiana, la hermana de Antonia, llamándome desde el patio. «¡Vamos a pedir cuentas!», gritó, y yo, cansada, solo respondí: «¿No podemos reconciliarnos de una vez?». Galiana, con el gesto de quien está harta de tanto drama, se encogió de hombros y aceptó el reto de la disputa.

En el coche de regreso, Antonia volvió a soltar su reclamo: «¿Por qué sigues alimentando a mi marido? ¡Primero al hijo y ahora al yerno!». Yo, sin perder la calma, le recordé que todos queremos vivir en armonía y que, al fin y al cabo, los problemas de la cocina no deben ser razón para romper la familia.

Al llegar a casa, la tensión seguía latente, pero al menos teníamos el libro bajo el brazo. Nicolás lo abrió con curiosidad y, entre páginas llenas de recetas de la Mancha, descubrimos que la verdadera cuestión no era la comida, sino el respeto y la comprensión mutua.

Hoy he aprendido que, a veces, la solución no está en la cuchara ni en la olla, sino en saber escuchar y en reconocer que cada uno tiene su propio sabor. Espero que, con ese libro y un poco de paciencia, podamos volver a cocinar juntos sin rencores.

Hasta mañana, querido diario.

Crisanta García.

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Le enseñó una lección a su suegro