Se fue con otra. Doce años después, volvió y solo dijo unas palabras
Se fue con la amante. Y después de 12 años, regresó y solo pronunció unas palabras
Sergio y yo nos casamos justo después de la universidad. Parecía que nada podía separarnos: juventud, sueños, proyectos en común y un amor que en aquel entonces parecía eterno. Tuve dos hijos con él, Javier y Lucas. Ahora son adultos, cada uno con su familia, hijos y responsabilidades. Pero cuando eran pequeños, vivía por ellos. Por la familia que, por dentro, ya se desmoronaba, aunque yo me empeñaba en fingir que no lo veía.
Sergio empezó a cambiar en aquella época. Primero, miradas discretas a las jóvenes cajeras del supermercado o a mujeres en la calle. Luego, el móvil que llevaba al baño y apagaba por la noche. Lo sabía, pero callaba. Me decía que, por los niños, debía aguantar. Que cualquier hombre podía tropezar. Que esto pasaría.
Pero no pasó.
Cuando los niños crecieron y se marcharon a vivir sus vidas, la casa quedó vacía. Y entonces lo entendí: entre Sergio y yo solo quedaban recuerdos. Ya no podía mentirme diciendo que todo era por la familia. Y cuando apareció otra mujer en su vida más joven, más guapa, más libre, él simplemente cogió sus cosas y se fue. Sin gritos, sin explicaciones. Solo el portazo. Y luego, el silencio.
No lo detuve. Me senté en la cocina y miré el té que se enfriaba. La vida se dividió en un “antes” y un “después”. En el “antes”, había 28 años de matrimonio, vacaciones en Costa del Sol, noches en la habitación de los niños cuando enfermaban, reformas en la cocina y discusiones por el mando de la tele. En el “después”, solo quedaba un vacío.
Poco a poco, me acostumbré. Aprendí a estar sola. Vivía en paz: sin rencores, sin peleas, sin miedo a encontrar mensajes de otra en su móvil. A veces sentía nostalgia. A veces lo recordaba tomando el café de la mañana y quejándose de que compraba “el yogur equivocado”. Pero, con el tiempo, empezó a echarme más de menos la tranquilidad que el pasado, donde nunca era suficiente.
Sergio desapareció por completo de mi vida. Ni una llamada, ni un mensaje. Solo aparecía en las conversaciones con los niños. Ellos lo visitaban, pero rara vez me hablaban de eso. Éramos como dos líneas paralelas viviendo en la misma ciudad, sin cruzarnos nunca. Doce años.
Y entonces, apareció.
Era un día normal. Estaba preparando la cena cuando sonó el timbre. Abrí la puerta y apenas reconocí al hombre frente a mí. Sergio parecía otro: hombros caídos, mirada apagada, una vacilación extraña en su postura. Había envejecido. El pelo ahora entrecano. Estaba más delgado. Y allí estaba, en silencio, como si ni siquiera supiera por qué había venido.
¿Puedo pasar? dijo al fin. La voz era la misma. Pero tenía una pena tan profunda que me temblaron los dedos en el pomo.
Lo dejé entrar. Nos quedamos callados. Las palabras no salían. Había demasiado que decir, y nada que sirviera. Le preparé un té. Él giró la taza entre sus manos. Luego, suspiró:
No tengo casa. Aquella mujer No funcionó. Me fui. Ahora vivo donde puedo. La salud ya no es la misma. Todo empezó a irse al traste
Lo escuché. Y no supe qué responder.
Perdóname susurró. Cometí un error. Siempre fuiste la única. Solo lo entendí demasiado tarde. Quizá ¿deberíamos intentarlo otra vez? Aunque solo fuera para ver
Me dolía el pecho. Ahí estaba un hombre con quien había compartido media vida. El padre de mis hijos. El primero y, en el fondo, el único hombre que había amado. Soñamos con una casita en Andalucía, discutimos por el color de las paredes del salón, pasamos por la hipoteca y la graduación de Javier.
Pero él guardó silencio durante 12 años. No me deseó feliz cumpleaños. No preguntó cómo estaba. Y ahora volvía porque no tenía a dónde más ir. Porque estaba solo.
No le respondí de inmediato. Solo dije:
Necesito pensarlo.
Desde entonces, han pasado días. Él no ha vuelto, no ha llamado. Y yo sigo pensando. Sopesando pros y contras. Reviviendo recuerdos. Escuchando al corazón. Está roto, pero aún late. Y ahora, está en silencio.
No sé si perdonarlo. No sé si vale la pena volver a empezar. Pero una cosa sé: el amor no siempre es la cura. A veces, es la cicatriz. Y antes de abrir una puerta antigua, hay que estar segura de que detrás no está el mismo dolor del que una vez huiste.







