Recuerdo aquel tiempo, cuando la vida de Federico se debatía entre la casa y la oficina, y su mejor amigo, Arturo, le lanzaba sus locas teorías como si fueran flechas en la plaza de la Puerta del Sol.
¿Qué tienes con Soledad? ¿Por qué te empeñas en una esposa así? Tras dar a luz se volvió más rellenita, parece un globo que se desplaza sin rumbo. ¿Crees que perderá peso? Claro, sigue esperando, que solo va a empeorar le decía Arturo, siempre con la lengua afilada.
Federico, sin embargo, se quedaba mirando a su mujer con una sonrisa que no podía evitar. Le gustaba su cuerpo ahora, más curvilíneo, más humano. Antes era como una vareta, le decía en su cabeza, ahora tiene forma. Arturo, al percibir su complacencia, le dio un fuerte golpe en el hombro.
No te pongas tonto, ¿vale? No importa lo que te guste. En la fiesta de fin de año de la empresa llegarás con ella y tendrás que aguantar la mirada de los colegas. Tú eres alto, fuerte, guapo. La juventud de una mujer pasa rápido, pero los hombres seguimos siendo solteros de corazón a cualquier edad le recordaba Arturo, con su acostumbrado sarcasmo.
Federico sacudía la cabeza, aunque la idea de haber estado demasiado tiempo atrapado en aquel matrimonio le empezaba a rondar. En sus años mozos había sido un mujeriego; Soledad le había cambiado, con su calma, su belleza y su ternura. Cocinaba tan bien que uno no quería separar el tenedor del plato. Pero él había ganado diez kilos desde que se casó y, encima, acababan de recibir a su bebé.
¡Hay que cambiar de esposa como se cambian los neumáticos! exclamó Arturo entre risas. Yo me divorcié y ahora llevo a Lena, joven y fuerte. Si algo sale mal, la cambio por otra.
Aquellas palabras se incrustaron en la cabeza de Federico. Cada día Arturo le repetía sus ideas y él empezaba a creerlas como propias. Quizá he estado demasiado tiempo aquí, pensaba.
Una tarde, mientras Soledad acunaba al recién nacido, Federico intentó comentar:
Soledad, has ganado
Antes de terminar, ella lo miró con los ojos muy abiertos.
¿Y qué? ¿Crees que cinco kilos son una tragedia? Yo soy la que cuida al bebé, con falta de sueño, trabajo desde casa, me ocupo de la casa, de las facturas, de la luz, del agua, de la compra, de la cocina ¡y tú me criticas por unos kilos! exclamó, con la voz quebrada. En sus palabras se escuchó el golpe de una tubería rota.
El dolor la hizo querer llorar; el pensar que su marido no valoraba su esfuerzo la partía el alma. Si se marchaba, él quedaría solo con todas esas cargas. Soledad, entre sollozos, respondió:
¿Por qué te aferras a esos kilos? He traído al mundo a un ser humano y tú hablas de peso.
Se alejó al cuarto del bebé, mientras Federico se quedaba sentado, mirando al vacío. Si tuviera otra esposa, quizá no habría gritos.
Los días pasaban y la idea de Arturo de tener un plan B se hacía más firme. Un día, Arturo le señaló a la compañera de la oficina, Lidia, que estaba junto al dispensador de agua.
Mira a Lidia del segundo departamento, ¡te la devora la mirada! Está soltera, es bonita, atlética… parece sacada de un cuadro. A tu Soledad no le llega ni a los talones decía, acercándose a la mesa.
Lidia, una joven de pelo castaño y sonrisa tímida, miraba de vez en cuando a su colega. Federico no percibía ese fuego en los ojos del que hablaba Arturo, pero su amigo creía saber más.
Cuando vuelvas a casa, una mujer como ella te esperará, con tacones, lencería, todo para complacer al hombre. Tú, con tu bata manchada de babas, estarás quedándote viejo y será más difícil encontrar a una chica añadió Arturo, dándole una palmada en el hombro antes de volver al departamento, lanzando bromas sucias a Lidia.
Federico sentía una punzada de envidia. Arturo siempre sabía cómo romper el hielo con cualquier mujer y al día siguiente mostraba orgulloso el número de teléfono que había conseguido. Fue entonces que decidió contarle a su madre, Lidia Nikolaievna, lo que pensaba de su esposa.
Hijo, tu mujer te ha dado un hijo, trabaja, lleva la casa, es una belleza, ¡y tú la miras con desprecio! Los hombres sois todos iguales, siempre con la mirada puesta en lo que no tenéis, como lobos en el bosque. Termináis solos, aullando a la luna le recriminó su madre, sin dejarle escapar.
Sus palabras volaron sobre sus oídos, mientras él seguía observando a Lidia en la oficina, imaginando que Arturo tenía razón. El tiempo pasaba, y sabía que nunca volvería a encontrar a una mujer tan joven; no hacía falta una adivina para verlo.
Una noche, después de otra madrugada sin dormir, Federico se sentó frente a Soledad, que mecían al bebé con los ojos hundidos y la piel apagada. Él comprendió que la amaba, pero el temor de perder sus posibilidades masculinas lo atormentaba.
Soledad, creo que deberíamos separarnos. Después del parto has cambiado dijo, balbuceando, tratando de ser más suave, como quien intenta no despertar a un niño dormido.
Soledad, sin responder, le miró con cansancio. Colocó al bebé en la cuna, agarró dos maletas, tomó al niño y se dirigió al pasillo. No dijo nada más, pero su marcha hablaba por sí misma.
Federico quiso gritar, detenerla, arrodillarse y suplicar perdón, pero el orgullo y la vergüenza de contarle todo a Arturo lo paralizaron.
Sabes, Federico quizá deberías vivir solo un tiempo, sin mí, sin nuestro hijo. Cuando te accidentaste, yo te cuidé durante un año, trabajando, vaciando los orinales, buscando los mejores médicos, pagando préstamos y tú me echas por culpa de cinco kilos dicó Soledad, y se alejó sin esperar que él comprendiera.
Él quedó en la puerta, escuchando los pasos que se alejaban, sintiendo que había cometido un error irreversible.
Al día siguiente, en la oficina, todo le resultaba pesado. Arturo, saltando de alegría, le dio la mano como cuando se juega en la calle.
Pues ya está, ve a ligar con Lidia. Es una bomba si no, me la robo bromeó, pero Federico no sonrió.
Arturo, déjame decirte algo. Fui un tonto al creerte. Tenía una esposa que cualquier hombre en Madrid envidiaría, un hijo, una familia. No necesito tus chicas jóvenes respondió, con amargura.
¡Pareces un marido gallina, no un hombre! replicó Arturo.
¿Y tú, hombre, eres quien abandona a su esposa y a su hijo? ¿O el que no se controla y salta de una chica a otra como perro callejero al oír el susurro de una falda? le devolvió Federico.
El intercambio encendió una fuerte discusión. Federico decidió que, si nada cambiaba, ya no sería amigo de Arturo. Con un amigo así, los enemigos no hacían falta.
Ese mismo día, Federico llevó un enorme ramo de flores a Soledad. Se arrodilló, pidió perdón y confesó que había caído en los cuentos de su amigo. Soledad lo escuchó, lo perdonó y volvieron al mismo apartamento, intentando recomponer la vida juntos. Federico sintió que su amor por ella volvía a ser profundo, que ya no la veía como un accesorio del matrimonio.
Para él, Soledad era la más bella, la mejor. Los kilos y el cansancio dejaron de importar. Empezó a ayudarla de verdad: se encargaba de la lavandería, de la cocina, vigilaba al bebé, se despertaba en la noche a alimentarlo. Ella, a su vez, se inscribió en el gimnasio y empezó a recuperar su vitalidad.
Así, paso a paso, su relación volvió al buen camino. Federico juró nunca volver a dudar de su mujer ni a dejarse arrastrar por los cuentos de Arturo. La lección quedó clara: hay que pensar con la cabeza y valorar lo que realmente se tiene.







