Madrid, 12 de octubre de 2025
Tengo cincuenta y cinco años y, por fin, vivo para mí mismo. Ya no me pesa la culpa ni el temor de no encajar o de complacer a los demás. En mi pequeño apartamento del centro de la ciudad reina una armonía tranquila, casi silenciosa. Las emociones ajenas que antes me consumían han desaparecido. Nadie me dice cómo debería vivir, qué vestir o sobre qué soñar. Ahora me pertenezco.
Mis mañanas empiezan sin prisa. Cuando me apetece, pongo mi música preferida; cuando prefiero el silencio, me quedo escuchando el aroma del té recién colado. Miro por la ventana y observo cómo se despereza la ciudad; pienso lo bien que se siente estar en paz conmigo mismo. No hay reproches por pasar horas leyendo un libro ni por cenar más tarde de lo habitual. El silencio ya no asusta, se ha convertido en mi mejor compañía.
Antes creía que una vida sin pareja era incompleta. Desde niños nos inculcan que la mujer debe estar al lado de alguien, cuidar el hogar y fundirse en la familia. Yo, como muchos, me perdí en ese papel, olvidándome de mí mientras intentaba ser cómoda, cuidadosa y “correcta”. Con los años comprendí que el amor no es sacrificio; es respeto, serenidad y aceptación. Y la primera persona a quien debo amar soy yo.
A veces cruza por mi mente la idea de volver a abrirme a una relación. Pero basta recordar cuánta energía y nervios consumían los ánimos ajenos, las expectativas y los rencores, y vuelve a aparecer el deseo de abrazar mi libertad. Es ligera como la brisa matutina, no pide explicaciones y me sienta bien.
Ahora puedo hacer lo que quiera, cuando quiera y con quien quiera. Si me apetece, paseo por el Parque del Retiro; si prefiero, me quedo en casa, me envuelvo en la manta y repaso viejas películas. Puedo guardar silencio todo el día o, de repente, llamar a mi amiga María y reír hasta las lágrimas. No hay control, celos ni reportes que rendir. Es una sensación maravillosa: ser libre no solo por fuera, sino también por dentro.
Me gusta la vida compuesta de momentos agradables: nos encontramos, reímos, pasamos una velada agradable y cada uno vuelve a su hogar, donde reina la calma y nadie exige justificaciones. Sin dramas, sin aclaraciones de relaciones, sin subibajas emocionales. Solo calor humano, ligereza y respeto mutuo.
Elijo la ligereza. Elijo a mí mismo. He comprendido que la felicidad no llega con otro, nace en nuestro interior. Para sentirla basta con permitirnos ser auténticos, sin máscaras, sin papeles preestablecidos y sin miedo a quedarnos solos. La soledad no es castigo; es un lujo cuando aprendes a ser autosuficiente.
Tengo cincuenta y cinco años. No busco ni huyo. Simplemente vivo. Cada día es una nueva oportunidad para agradecer a la vida la tranquilidad, la experiencia, la libertad y, sobre todo, el hecho de estar, al fin, en el centro de mi propio mundo. La lección que me llevo es que la verdadera riqueza está en la paz consigo mismo.







