Cuando Lía tenía dieciséis años, una anciana gitana en el mercado tomó su mano, miró las líneas de su destino y dijo:

Cuando Begoña tenía dieciséis años, una anciana gitana del Mercado de la Plaza Mayor le tomó la mano, cruzó su mirada con la de la joven y, como quien lee un futuro en las sombras, le susurró:

Nunca llegarás al altar.

Begoña soltó una risa escueta, como quien no cree a los augurios. Los años siguieron su curso, y cuando Valentín, con la mirada firme y un anillo de compromiso reluciendo en la palma, se arrodilló ante ella, el recuerdo de esas palabras la alcanzó y, con una sonrisa que ocultaba temores, replicó:

Pues al menos seré la novia, ¿no?

Se casaron bajo la sombra de los olmos de la Villa de los Castillos.

Pasaron los meses y la noticia de que no podrían tener hijos cayó como un aguacero inesperado. Los médicos, con la frialdad de un diagnóstico impasible, declararon:

Infertilidad absoluta, sin opciones.

Begoña tragó saliva, sintió que un nudo se apretaba en su garganta y, intentando no quebrarse, murmuró:

Entonces seré esposa, aunque sea en nombre.

Pero el destino, caprichoso, le jugó una carta inesperada: quedó embarazada. Los médicos, con la cautela de quienes conocen el riesgo, advirtieron:

Es peligroso, podrías no sobrevivir.

Begoña, con la serenidad de quien ha aceptado su suerte, respondió:

Al menos seré madre.

Así dio a luz a un niño robusto y saludable, un hijo que pronto sería la luz de sus días.

Los años se encadenaron como una larga película: risas que estallaban en la cocina de la abuela, lágrimas que se desbordaban en los pasillos del hospital, triunfos y caídas que los unieron más allá de lo imaginable. Cuarenta primaveras pasaron como un solo latido.

Entonces, una nueva sombra se deslizó sobre el horizonte. Los doctores, sin rodeos, dijeron:

Le quedan seis meses de vida.

Begoña los miró directamente a los ojos, su voz firme como el acero de una espada:

Entonces saltaré en paracaídas. Siempre he soñado con tocar el cielo.

Y lo hizo. Un salto, luego otro, y otro más, cada caída libre una declaración de que el miedo no la dominaba.

Meses después, cuando volvió a hacer los análisis, los resultados fueron limpios: la enfermedad había desaparecido.

Porque mientras el corazón late con verdad, el destino solo se encoge sobre los hombros cansados y vuelve a escribir la historia, página a página, bajo el mismo cielo que Begoña aprendió a volar.

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Cuando Lía tenía dieciséis años, una anciana gitana en el mercado tomó su mano, miró las líneas de su destino y dijo: