Simplemente se tumbó ante mi puerta…

Simplemente se tiró frente a mi puerta
Sucedió en enero, en el frío más intenso que no se había visto en años. La nieve llegaba a la altura de las rodillas, el aire cortaba como una hoja afilada y el viento soplaba con tal fuerza que inhalarlo resultaba doloroso.
Nuestro pueblito era diminuto, casi desaparecido en la zona periférica, y para entonces ya estaba prácticamente deshabitado. Algunos se habían mudado a la ciudad para estar con sus hijos, otros regresaron al hogar eterno. Solo quedaron aquellos a quienes ya no les quedaba a dónde ir. Yo también formaba parte de ese grupo.
Tras la muerte de mi marido y después de que los niños se fuera, la casa quedó vacía, como si el vacío proviniera tanto del exterior como del interior. Las paredes, antes llenas de voces, se habían quedado mudas. Calentaba la estufa, preparaba comidas sencillas para mí: sopa, gachas, huevo. Les tiraba migas de pan al alféizar para los pájaros. Pasaba el tiempo entre libros viejos, gastados, con páginas marcadas en los rincones. Rara vez encendía la tele; el ruido que emitía no era de palabras.
En el silencio comencé a oír cómo la casa suspiraba al viento, el crujido de la tormenta de nieve sobre la chimenea y el gemido de las tablas bajo el hielo.
Entonces él apareció.
Escuché un rasguño en el porche y pensé que tal vez era una urraca jugando o el gato del vecino. Pero el sonido era distinto, casi imperceptible, como si alguien rasgara con su último aliento. Abrí la puerta; el frío me golpeó como un puñetazo. Al mirar hacia abajo, quedé paralizada.
En la nieve se agazapaba una pequeña criatura negra, sucia y desaliñada. No era un gato, más bien una sombra, pero sus ojos brillaban con un intenso amarillo, como los de un búho, mirándome directamente, no suplicante sino desafiantes, como diciendo: He llegado hasta aquí. O me acogerás o me echarás. Pero no avanzaré más.
Una de sus patas delanteras faltaba. Un viejo cicatrizado hueco, sin sangre, sobresalía con su borde rugoso. Su pelaje estaba enmarañado, cubierto de pulgas y mugre; los huesos se veían a través de la piel. Sólo Dios sabrá por qué camino ha recorrido y cuántos kilómetros ha caminado hasta mi casa.
Me quedé allí un momento, respiré hondo y bajé la escalera. Él no se movió. No huyó, no se encogió en un bola, sólo tembló ligeramente cuando extendí la mano, y después quedó inmóvil otra vez.
Lo levanté y lo llevé adentro. Pesaba menos que una pluma. Pensé: No sobrevivirá. Ni siquiera llegará a la madrugada. Lo dejé sobre la alfombra al lado de la estufa, le puse una cama vieja, un cuenco con agua y un trozo de pollo. No lo toqué. Sólo se quedó allí, respirando con dificultad, como si cada inhalación fuera un esfuerzo.
Me senté a su lado, lo observé y, de repente, comprendí: era como yo, cansado, herido, pero aún vivo. Aún se aferraba a la vida.
Durante toda la semana lo cuidé como a un bebé. Le di de comer a su lado para que no se sintiera solo. Le hablé, le conté mi día, me quejé de mi salud, recordé a mi esposo, al que todavía invoco en mis sueños. Él escuchaba, verdaderamente escuchaba. A veces abría los ojos como susurrando: Estoy aquí. No estás sola.
Pocos días después bebió un poco de agua. Luego lamió el puré de mi dedo. No mucho después intentó ponerse en pie; se levantó, titubeó y volvió a caer. Pero no se rindió. Al día siguiente lo intentó de nuevo y lo logró. Se puso en pie, cojeando, inseguro, pero avanzó.
Lo llamé Maravilla, pues no había otro nombre que le quedara.
Desde aquel día la acompañó a todas partes: al gallinero, a la veranda, al sótano. Dormía al pie de mi cama y, cuando me volteaba, emitía un suave maullido, como preguntando: ¿Estás conmigo? Cuando lloraba, sobre todo al anochecer, se acercaba, se acurrucaba a mi lado y me miraba a los ojos.
Se convirtió en mi proceso de curación, mi espejo, mi sentido.
La vecina, la señora Galja, solo sacudía la cabeza:
Ljuba, ¿has perdido la razón? Hay tantos como estrellas en el cielo. ¿Qué te sirve eso?
Yo solo encogía los hombros. ¿Cómo explicarle que ese gato negro, mutilado, me salvó? Que desde su aparición volví a vivir, no sólo a existir?
Con la primavera se calentó en el balcón, persiguió mariposas y aprendió a correr con tres patas. Al principio tropezaba, pero pronto lo dominó. Incluso empezó a cazar; una vez trajo un ratón, lo mostró orgulloso y se fue a dormir.
Un día desapareció toda la jornada. Entré en pánico, lo busqué por el barrio, llamé, recorrí el bosque. Al anochecer volvió, con la cara cubierta de tierra pero la mirada triunfante. Tal vez había visitado su pasado o había resuelto algo con alguien. Después durmió tres días sin casi levantarse.
Vivió conmigo durante cinco años. No sólo sobrevivió, sino que vivió a su modo, con sus gustos y su naturaleza. Le encantaba la avena con mantequilla, detestaba la aspiradora y se escondía de la tormenta bajo la manta, o bajo mi abrigo si yo estaba presente.
Envejeció rápido. En su último año apenas salía al patio. Dormía más, comía menos, sus movimientos eran más cuidadosos. Sentía que el final se acercaba. Cada mañana, al despertar, lo primero que miraba era si todavía respiraba; si lo hacía, le daba gracias.
Una primavera no se levantó. Yacía como siempre, al lado de la estufa, sin abrir los ojos. Me senté a su lado, puse mi mano sobre él, todavía tibia, pero mi corazón sabía la verdad.
Las lágrimas no fluyeron de inmediato. Lo acaricié largo tiempo, susurrándole:
Gracias, Maravilla. Fuiste todo para mí. Sin ti no sería nada.
Lo enterré bajo el viejo manzano donde le gustaba descansar a la sombra en verano. Lo coloqué en una caja forrada con suave franela, le dije adiós en silencio, con toda la sinceridad.
Han pasado tres años. Ahora tengo otro gato: rayado, joven, audaz, nada parecido a él. Pero a veces, sobre todo al anochecer, percibo una sombra negra en el umbral o escucho el crujido familiar.
Entonces sonrío, porque sé que está a mi lado. Él forma parte de mí. Mi Maravilla.
Si tú también tuviste a alguien como mi Maravilla, comparte tu historia en los comentarios.

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MagistrUm
Simplemente se tumbó ante mi puerta…