Arena que se escapa entre los dedos

El silencio en la casa era espeso como la miel, solo interrumpido por el crepitar de la leña en la chimenea. Carmen López, una mujer de rostro cansado y surcado por arrugas, seguía con la mirada a su hijo mientras este guardaba en un saco de lona sus últimas pertenencias. Mañana se iría al servicio militar.

Hijo mío, Javier, dime, ¿qué ves en esa en esa pícara? No pudo contenerse más, y su voz, ahogada por el dolor, se quebró en un susurro. ¡No te valora ni un duro! Te mira por encima del hombro, y tú solo piensas en ella. ¡Hay otras chicas en el pueblo! Mira a Lucía, la hija de los Mendoza Lista, trabajadora, y te echa miradas. Pero tú ni caso. Como si el mundo girara solo alrededor de esa Marisol.

Javier, alto, de hombros anchos y mirada firme, no se volvió. Sus dedos anudaron el saco con gesto seguro.

No quiero a ninguna Lucía, madre. Lo tengo decidido. La quiero a Marisol desde que éramos niños. Si no se casa conmigo pues no me casaré con nadie. Déjalo ya, por favor.

¡Esa te hará sufrir, Javi! ¡Mi corazón lo presiente! sollozó la madre. Bonita, sí, una diablilla pero fría, voluble. A ella le gustaría brillar en la ciudad, no arrastrarse por nuestro pueblo.

Javier se giró al fin. Sus ojos eran un muro impenetrable.
Basta. Se acabó el tema.

En la casa de al lado, impregnada de perfume barato y juventud, el espejo reflejaba otra escena. Marisol, terminando su ritual nocturno, se pintaba los labios con esmero. Su imagen, llamativa y descarada, gritaba su deseo de ser vista, de ser llevada lejos de allí.

Marisol, ¿adónde vas tan arreglada? preguntó su madre desde la cocina. ¿Otra vez de fiesta? ¿Y luego de juerga hasta el alba? Podrías invitar a Javier. ¡Es un buen partido! Terminó el instituto, tiene futuro. Contrató obreros, construye una casa con su padre dice que para su futura esposa. Y solo tiene ojos para ti.

Marisol soltó una risita, admirándose en el espejo.
Tu Javier es un palurdo como no hay otro. «Construye una casa» La juventud solo pasa una vez, madre. ¡Hay que vivir, divertirse! Y él trabaja como una mula, no sale, no respira. Cuando pase la juventud, no habrá nada que recordar. No lo quiero, ¿entendido? Ni lo pienses.

Y, como una mariposa, salió de casa, dejando tras de sí una estela de perfume inquietante.

Ese otoño fue dorado y amargo. Javier recibió su diploma y la cartilla militar. Sus padres organizaron una despedida humilde pero sentida. Marisol y su madre fueron, como vecinas cercanas.

Javier, incómodo en su traje nuevo, buscó el momento. Su corazón latía con fuerza. Atrapó a Marisol en el pasillo, apoyada contra la pared.

Mari empezó, y su voz traicionó un temblor. ¿Puedo escribirte cartas? Todos los soldados escriben a sus novias. Y yo no tengo novia. ¿Aceptarías ser la mía? ¿Aunque sea por carta?

Marisol lo miró con condescendencia, como a un perrito insistente. Dudó un instante.
Bueno, escribe. Si tengo ganas, te contesto. Si no, no te enfades. ¿Vale?

Fue suficiente. Su rostro se iluminó con tal esperanza que Marisol apartó la mirada. Casi le dio vergüenza.

Al principio respondió a sus cartas, escritas con pulcra caligrafía militar. Pero al terminar el instituto huyó a la ciudad, a estudiar magisterio. La vida gris del pueblo quedó atrás, junto con las cartas ingenuas. La correspondencia se interrumpió.

Su madre suspiraba, esperando que su hija recapacitara, esperara a Javier, se asentara. Pero Marisol no quería oír hablar de eso.

¡Terminaré la carrera, me casaré con un urbanita culto! ¡Y nunca volveré a este pueblo olvidado de Dios! gritaba histérica cuando su madre mencionaba al pretendiente rural.

Pero el destino se burló de ella. Suspendió el primer examen, el de lengua. La ironía era cruel: en su pueblo, los profesores escaseaban. Daban lengua y francés la misma persona, una señora mayor que apenas dominaba el español. Marisol, como sus compañeros, no sabía bien ninguna de las dos.

Pero no se entristeció mucho. La ciudad la atraía, y pronto encontró consuelo en Eduardo, un estudiante de derecho, cínico y encantador. Él vivía solo en un piso de tres habitaciones mientras sus padres trabajaban en el extranjero.

Marisol se mudó con él. Para no depender de su madre, trabajó en un comedor obrero. No la contrataron como cocinera, sino empujando un carrito de empanadas por las fábricas, soportando miradas lascivas.

En el piso de Eduardo, se sintió dueña: limpió, cocinó guisos sustanciosos y robó empanadas. Se imaginó esposa, madre. Tenía techo, un hombre con futuro. Estaba enamorada hasta el vértigo. Él era la vida urbana que soñaba.

Casi un año duró. Hasta que una noche fría y lluviosa, Eduardo, estirado en el sofá, dijo sin emoción:
Mari, se acabó. Me aburres. Vete. Mis padres vuelven pronto.

Algo se rompió dentro de ella. Pero, orgullosa y endurecida por la ciudad, no lo demostró. Recogió sus cosas en la misma maleta y se fue a casa de una amiga. Solo al cerrarse la puerta, las lágrimas cayeron, silenciosas y amargas.

Dos semanas después, en casa de su amiga, notó algo raro: náuseas, mareos. El médico confirmó sus peores temores.

Estás embarazada. Es tarde para abortar dijo secamente la ginecóloga, mirándola por encima de las gafas.

Marisol no pensó en deshacerse del bebé. Era de su querido Edu. Una parte de él. Pero entonces llegó una carta de su madre. Entre líneas, mencionaba que Javier había vuelto del servicio. Preguntaba por ella.

Y en su desesperación, urdió un plan ruin. Volver al pueblo. Fingir ser la novia loca de alegría por su regreso. Casarse con Javier. Si no funcionaba, al menos tendría a su madre para el parto.

Javier la recibió como a una reina. No hizo preguntas. Su amor era ciego, perdonador. Esa misma noche, orgulloso y avergonzado, la llevó a ver la casa que construyó para ella. Era hermosa, oliendo a madera nueva y esperanza.

Ella intentó seducirlo. Ni siquiera hizo falta. Él ya estaba rendido. Esa noche se quedó. Dos semanas después, hubo boda. Javier brillaba de felicidad. No veía los comentarios de los vecinos, las risitas de Lucía, ni las sospechas de su madre, que observaba cómo el vientre de la novia crecía demasiado rápido.

¡Será un gigante! decía Javier, orgulloso. ¡El niño crece a pasos agigantados!

Marisol dio a luz en la ciudad. Llevó todos sus ahorros para sobornar al médico y decir que el niño era prematuro. El destino se apiadó: el niño nació pequeño, 2.700 gramos. El médico, con el sobre en el bolsillo, confirmó: «Siete meses, está claro».

«Dios existe», pensó Marisol, durmiéndose bajo el suero.

Miguel creció tranquilo y obediente. Javier lo ad

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