El marido regresó con el bebé

¡Me voy! exclamó Eduardo, con la voz hueca.

¿A dónde? la mujer, inmersa en la lista de la compra, no entendió.

¡De una vez!

¿De una vez qué? volvió a preguntar Begoña, mirando el árbol de Navidad que aún brillaba con luces temblorosas. ¿Y el Año Nuevo?

¿Qué Año Nuevo, Begoña? frunció el hombre, como quien arruga un papel viejo. ¿Cuándo vas a despertar de este sueño?

Y entonces, como en esos chistes donde la infidelidad se vuelve un circo, la realidad se torció: el teléfono sonó con la voz de una trucha que decía “¡las huevas están listas!” y la pared susurró que las carreras estaban canceladas. Prometer era fácil; vivirlo, una pesadilla.

Eduardo se marchó antes de la medianoche. No a un lugar donde no vuelan aviones ni circulan trenes, sino al filo de la puerta de su propio apartamento, dejando tras de sí una estela de perfume caro que Begoña había regalado una vez, casi como una señal de humo.

Había pasado semanas empacando ropa, argumentando que ella debía comprender y perdonar había hasta un programa de televisión que mostraba ese tipo de reconciliaciones. Pero los dioses, o mejor dicho, la propia suerte, le habían dicho que lo intentara.

El árbol ya estaba adornado. Begoña, sentada en el sofá, repasaba mentalmente el atuendo festivo, la “puesta de mesa” del banquete y garabateaba una lista de provisiones: querían celebrar el Año Nuevo con los amigos. El ánimo estaba “por las nubes”, como siempre ocurre en la víspera, cuando el tiempo parece diluirse en una mezcla de luces y promesas.

Begoña, de cincuenta y cinco años, amaba esa fiesta como cualquier otro español. Sin embargo, la nieve escaseaba en las calles de Madrid, y aquello apagaba un poco la atmósfera de gala. En compensación, desde noviembre comenzaban las rebajas de fin de año, y ella, cuidadosa ama de casa, había preparado todos los regalos con antelación, ahorrando euros, tiempo y nervios.

Todo estaba listo: pendientes para las hermanas, joyas para los nietos, el marido amado. Eduardo había recibido un suéter de lana con renos, un deseo de toda la vida. Costo una miseria, pero ¿qué no haría uno por su ser querido? Todo estaba envuelto, oculto, aguardando el momento. ¿Qué le daría ella? ¿Un anillo? No, mejor dinero, porque a los cincuenta y tres años el gusto de Eduardo no era el mejor.

Entonces, Eduardo soltó la bomba: ¡Me voy!

¿A dónde? repitió Begoña, sin levantar la vista de la lista.

¡De una vez!

¿De una vez cómo? insistió ella, temblando. ¿Y el Año Nuevo?

¿Qué Año Nuevo, Begoña? gruñó el hombre, como si la lógica fuera un espejo roto. Cuando despiertes.

Y, desglosando cada sílaba como si fuera un niño torpe, proclamó:

Me alejo de ti, ¡de una vez! ¿Entiendes? He encontrado a otra y tendremos un bebé. ¿Lo ves claro ahora?

La claridad le dolía a los ojos. Begoña quiso preguntar: «¿Y yo?», pero esa pregunta habría provocado la misma furia que la mención del Año Nuevo.

Resultó que la rival estaba mucho más joven que Begoña, como dice el refrán: “lo nuevo siempre brilla más”. Eduardo relució la historia con entusiasmo, como quien exhibe un trofeo. No había razón para que él se fuera a una mujer mayor, él era el que llamaba la atención.

Con un brillo en los ojos, Eduardo contó que su amada pronto le entregaría un hijo; él y Begoña ya tenían dos hijas adultas. ¡Al fin tendría heredero! Aunque la herencia era un concepto borroso; su esposa ganaba más, poseía dos pisos, y él estaba registrado solo en el segundo, mientras el primero se alquilaba.

Begoña, sin añadir más veneno al calderón de “delicias”, decidió no alimentar sus ilusiones. Además, su mundo feliz se desmoronó en un parpadeo.

Nos conocimos en la cena de empresa explicó Eduardo con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

¿Y a mí qué? replicó Begoña, despectiva.

Pues, ¿por qué? se asombró él, incapaz de dejar de hablar de su recién descubierta pasión.

Para ti es una emoción elevada, para mí es simple suciedad lanzó ella, percibiendo la incomprensión del marido como una sombra que se alargaba sin fin.

Al fin, Begoña se preguntó si había sobrevalorado la capacidad mental de Eduardo. Él, ahora en una nueva vida feliz, dejó a Begoña tan inmóvil como los moáis de la Isla de Pascua, sin lágrimas, sin gritos.

Eduardo se marchó, y ella permaneció con la lista incompleta, como un manuscrito que ya no servía. Veintiocho años de matrimonio parecían bastar para relajarse, pero algo faltaba. Tomó la pluma y tachó del papel el “Cava” que tanto le gustaba a Eduardo, y se desplomó en el sofá, sumida en un vacío que no pedía explicación.

Tres horas pasaron como un minuto; el teléfono resonó. Era su amiga Tania.

¿Qué llevamos a casa de Igor?

¡Eduardo se ha ido! soltó Begoña.

¿Se ha ido, de veras? preguntó la amiga.

¿Y tú sabías? exclamó Begoña.

Todos lo sabían respondió Tania tras un silencio, recordando que Igor trabajaba con Eduardo.

¿Lo sabías y callaste? gritó Begoña.

Sí replicó la amiga, desafiante. ¿Qué haremos ahora?

Después de un silencio, Begoña sintió que todo se apagaba. Tania tenía razón: ya no quería pasar el Año Nuevo con amigos, pues eran pocos y ella estaba sola. Pero no podía quedarse en casa, así que se dirigió a la casa de su madre anciana, y al día siguiente fue a casa de su hija, donde la familia se reunía.

Allí anunció que su padre había partido a vivir con una joven, pero todos ya lo sabían; los traidores habían sido descubiertos. Los cuernos que le habían puesto la habían dejado más vulnerable, y su ánimo cayó al peor nivel.

Salió temprano de la fiesta y caminó a casa a pie. La nieve caía suavemente, la ciudad estaba iluminada, casi desierta, y cada paso parecía aligerar su carga. Pensó: Que sean felices, si eso les basta. No voy a sufrir por ello.

Un año después, el mismo árbol vuelto a decorar, la misma lista que surgía en su cuaderno, y la promesa de celebrar el Año Nuevo con Tania. Planeaba presentar a su amiga a Víctor, quien le había propuesto matrimonio. ¿Qué esperabas? ¿Que siguiera sentada sola en un sofá polvoriento?

De repente, sonó el timbre. En la puerta estaba Eduardo, con una mochila a cuestas y un paquete envuelto.

¡Mira! pensó Begoña, incrédula ¿Trae consigo un bebé?

¿Y si no estuviera en casa? dijo él, con una sonrisa torpe.

¿Y si cambiara las cerraduras? replicó Begoña, sin perder la ironía.

No cambié nada, eres buena murmuró él, pidiendo permiso para entrar. Begoña retrocedió, no podía expulsar al hombre con un recién nacido, y él se coló por la puerta entreabierta.

Entraron al dormitorio y colocaron al bebé sobre la cama. ¿Cuántos meses tiene? preguntó Begoña, sin emoción.

Cinco, ya camina en sueños respondió Eduardo.

¿Y dónde está tu joven? indagó Begoña, sin haber pensado en la presencia de otro hombre con su hijo.

Ella ya ama a otro murmuró él, casi en un susurro.

Pues bien, ¿para qué vienes? replicó Begoña, mientras él empezaba a desnudar al bebé.

¿No me aceptarías? preguntó Eduardo, sorprendido por su propia osadía.

Con un niño ajeno, ni a ti te dejaría pasar contestó ella, firme.

Entonces vuelve a la carretera ordenó, señalando el camino que él había tomado.

No lo haré sola protestó él, con la voz temblorosa. El diablo me llevó a esto tras una cena de empresa. Pero cuando se vuelve costumbre, ya no es un demonio, es una rutina.

Begoña, sin mirarlo, le dijo: Llévate a tu chiquillo y lárgate. Como diría Zorrilla, “a todos a la mesa, pero sin tragar los huesos”.

¿Y si no me voy? preguntó Eduardo de repente.

Quédate, entonces yo me voy respondió Begoña, resignada, pues ella ya tenía planes con Tania y Víctor, y pronto mudaría a la casa de su hija.

Eduardo no esperaba esa respuesta; solo necesitaba ayuda para cuidar al bebé, pero su amante había desaparecido hacía dos días, dejando una nota que decía: No me busques, ya no quiero nada.

Al día siguiente, Begoña se encontró en la ducha cuando la puerta se cerró de golpe: Eduardo había salido, dejando sobre la cama un pañuelo arrugado. ¿Lloró? pensó con una sonrisa amarga. No sentía lástima ni por él ni por el bebé; los bebés son sólo bebés, y a Eduardo ya no le importaba nada.

Recordó que en Brasil se venden hormigueros y en España se venden bebés, pero la lógica del sueño no tiene frontera. Lo importante era que, un año antes, había prometido hornear una lasaña para la cena; a Víctor le encanta la lasaña y odia el cava, mientras a Eduardo le gustaba el cava y detestaba la lasaña. Ahora solo pensaba en Víctor.

El regalo para él ya estaba listo: el mismo suéter de lana con renos que el año anterior no llegó a Eduardo; los tamaños coincidían, y a los hombres españoles les encantan los renos.

Así quedó la escena, entre sombras y luces de una Navidad que nunca terminó, con el eco de pasos que se alejan y el susurro de un sueño que nunca se despega.

Rate article
MagistrUm
El marido regresó con el bebé