Dos ramos para mamá
El rincón favorito del pequeño Alonso en la casa era el armario. Un enorme armario antiguo de madera nogal, situado en una esquina de la habitación que compartía con sus padres. Las puertas, pesadísimas para las diminutas manos de Alonso, crujían y gemían con cada apertura. En su interior el niño había acumulado sus juguetes más simples: un osito con una oreja rasgada, un payaso con un enorme sombrero rojo y azul que su madre le había regalado aquel mismo Año Nuevo, y un caballo de plástico. Sí, un caballo.
Ese caballo había sido negro, con una melena tan negra como el ala de un cuervo. Con los años el plástico se había agrietado y ennegrecido bajo el sol, pero la melena seguía casi intacta. Alonso lo acariciaba y le daba hierba de juguete.
El armario era el mundo secreto de Alonso, su Narnia, donde ocurrían auténticos prodigios: el payaso se convertía en caballero que, montado sobre el fiel caballo, defendía a la hermosa princesa Leocadia del malvado oso. Después de cada victoria, el niño aún no había imaginado qué sucedería, y en los momentos más emocionantes la abuela empezaba a buscarlo.
Alonso temía a la abuela. Sus manos siempre estaban sucias y ásperas, como si pasara los días limpiando la casa mientras sus padres trabajaban. Su rostro se arrugaba como un campo recién arado, y su voz era fuerte y rasposa, como la de su perro Roco, que vivía todo el año en la caseta del jardín y, al parecer, se había resfriado, ladrando entrecortado.
Alonso sentía lástima por Roco, sobre todo en invierno, cuando el viento de febrero casi arrancaba los cristales y la ventisca cubría la caseta casi por completo. Una noche especialmente fría, el niño, vestido con pijama de franela y medias, se escabulló en silencio para rescatar al perro. A medio camino, la voz agitada de su madre y el grito enfadado de la abuela lo alcanzaron.
¡Alonso, hijo, ¿dónde estás?! exclamó la madre, apoyada en la puerta con una chaqueta de lana.
¡Vuelve, hijo de mi hermana! ¡¿A dónde vas, necio?! replicó la abuela, gesticulando con furia.
El padre, el caminero de largas rutas, nunca estaba en casa; tenía un trabajo que consideraban vital. Alonso no comprendía del todo qué hacía un caminero, pero sabía que su papá llegaba raras veces, le daba una palmada en la espalda, preguntaba ¿qué tal? y se marchaba a dormir.
La abuela llamaba al padre caminero lejano, y la madre, tapándose los ojos, le decía:
Tranquila, hijo, lo superaremos. Eres mi tesoro, ya grande. Mira lo que tengo para ti: el reloj de papá, como el de los adultos. Cuando las manecillas se encuentren abajo y en la ventanita aparezca 12, papá volverá. No lo pierdas.
Alonso se hinchó de orgullo por su reloj de papá. Sin embargo, le daba cierta vergüenza ver a su amigo Fedrico saltar alegremente con su padre los domingos, con caña de pescar en mano: el padre con una gran caña de fibra y Fedrico con una pequeña caña y un cubo que nunca atrapaba nada.
Incluso la pequeña Leocadia, de seis años, a quien Alonso consideraba tonta porque aún no sabía leer, subía cada domingo en la blanca Nissan de su padre y se dirigía al mercado.
Alonso soñaba que, algún día, su padre lo llevaría en la enorme furgoneta de trabajo y juntos irían a sus asuntos de hombres. Pero en esos raros momentos en que el padre estaba en casa, no había tiempo para Alonso: discutían con la madre, ella lloraba, la abuela se quejaba, el padre golpeaba la puerta y salía a fumar. El niño se refugiaba en su amado armario, abrazando a su fiel osito, y lloraba. Los hombres de verdad no lloran, pero ni el osito ni el payaso lo dirían a nadie; sería su secreto.
Ese día era el cumpleaños de la madre. Alonso corría desde el patio cuando, de repente, se detuvo. En la acera frente a él estaba su padre, sujetando del codo a una joven de vestido rojo que reía. En sus manos brillaba un gran ramo de rosas, tan grande y hermoso que Alfonso se quedó sin aliento.
¡Para mamá! pensó al instante. ¡Hoy es su día! ¡Seguro es para ella! Y su corazón latió con alegría.
Al atardecer, la madre y la abuela pusieron la mesa festiva: patatas al vapor recién sacadas del horno, gelatina clara temblorosa en cuencos, pepinillos crujientes de la bodega y un enorme pastel de crema adornado con rosas de azúcar. Solo faltaba una rosa en el pastel; Alonso, sin poder evitarlo, la había tomado antes de tiempo. Cuando los invitados se sentaron, volvió el padre con otro ramo: modestas crisantemos blancos envueltos en papel grisáceo. La madre se iluminó, lo abrazó al cuello y, como una niña, rió de felicidad.
Alonso tragó aire, a punto de preguntar dónde estaban esas primeras rosas, pero al mirar a su madre, tan radiante en su vestido rosa nuevo, con las mejillas rojas de emoción o del baile, guardó silencio.
Más tarde, sentado en la penumbra del armario, entre el osito y el payaso, giró el reloj de papá en su muñeca. Las agujas, mudas, ya no se movían. Lo intentó varias veces, pero fue inútil. Lágrimas surgieron, pero esta vez no lloró. Comprendió que llorar no serviría; ya no era el niño que esperaba al papá en la carretera.
Colocó el reloj sobre la repisa, entre el osito y el payaso, y cerró suavemente la puerta del armario. En su Narnia ya no habría más maravillas.
En la habitación, la madre cantaba a medio voz mientras desempacaba los regalos. Alonso se acercó, la abrazó por la cintura y sintió que temblaba.
Estoy contigo, mamá susurró, firme. Siempre estaré contigo.







