¡Qué oportuno habéis construido la casa! Estamos esperando nuestro primer hijo, nos mudaremos con vosotros al aire fresco, — le comentó la hermana de mi marido, pero yo le di un buen toque de atención.

Construimos la casa justo a tiempo. «Esperamos al primogénito, nos instalaremos en vuestra casa, al aire libre», había dicho la hermana de mi marido, pero la puse a su sitio.

Cuando Miguel y yo pusimos los ojos en aquella vivienda, supe que era el destino. Un edificio de ladrillo de dos plantas, con estancias amplias, techos altos y ventanas que daban al jardín. Necesitaba una pequeña reforma, pero tras vender nuestro piso del centro de Madrid nos quedaron los ahorros suficientes para ello.

«Elena, ¿te imaginas la vida que nos espera?», exclamó Miguel, abrazándome en el umbral. «Aire fresco, silencio, espacio para los niños que vendrán»

Asentí mientras recorría el salón con chimenea. Era precisamente lo que habíamos soñado: sin vecinos al otro lado de la pared, sin gritos ni pasos sobre nuestras cabezas. Nuestro propio refugio.

Los dos meses siguientes se sucedieron como un solo día. Nos zambullimos en la obra. Miguel resultó, para mi sorpresa, un manitas: pegó el papel pintado, pintó las paredes y colgó los nuevos apliques. Yo me encargué del diseño, elegí los muebles, las cortinas y le di vida al ambiente. Cuando terminó el verano, la casa había quedado irreconocible.

«¡Ya podemos celebrar el nuevo hogar!», anunció Miguel, admirando nuestro esfuerzo.

Invitamos a amigos y a los padres. Los invitados quedaron fascinados; nuestra mejor amiga, Sofía, no paraba de exclamarse ante cada rincón.

«¡Elena, parece un palacio! ¡Qué suerte la vuestra!»

La madre de Miguel, Gloria, también quedó impresionada. Recorría la casa paso a paso y, al final, proclamó con solemnidad:

«¡Enhorabuena, niños! Esto es una verdadera casa, no esas cajas modernas de la ciudad».

El padre de Miguel, Antonio, habitualmente lacónico, pronunció un discurso sobre la importancia de tener techo propio y tierra bajo los pies. Mis padres, por su parte, también se alegraron.

Esa tarde se quedó en la memoria: asamos pinchos en el jardín, bebimos vino y reímos. Sentí, por fin, que había alcanzado aquello que tanto anhelaba.

Una semana después del estreno, Gloria me llamó con voz emocionada.

«Elena, le conté a Alicia de vuestra casa. ¡Está encantada y quiere venir a verla!»

Alicia, la hermana menor de Miguel, vivía en Valencia con su marido Víctor. Apenas nos hablábamos, solo en fiestas; no éramos íntimas, pero tampoco había roces.

«Claro, que venga», respondí.

Alicia llegó dos días después, acompañada de Víctor y… de una enorme barriga. ¡Estaba embarazada!

«¡Sorpresa!», gritó al bajar del coche. «¡Seréis tío y tía pronto!»

Miguel se alegró, pero a mí me inquietó la cantidad de maletas que trajeron, como si planeasen quedarse mucho tiempo.

Víctor era un hombre reservado, pero amable, que trabajaba en ventas y ganaba bien. Alicia, por el contrario, era ruidosa, emotiva y le gustaba estar en el centro de atención.

«¡Qué casa tan grande!», exclamó al entrar al salón. «Nosotros seguimos aguantando una chiquita en la que los vecinos de arriba taladran cada noche».

Les ofrecí cena. Alicia se aferraba al vientre, quejándose de náuseas; Víctor comía en silencio, ocasionalmente dándole algún bocado a su esposa.

«¿Dónde dormiremos?», preguntó Alicia al terminar la comida.

«En un hotel, ¿no?», replicué sin comprender.

«¡Claro que no! No venimos a pasar una noche. «La casa la habéis construido justo a tiempo; necesitaremos quedarnos aquí, al aire libre, mientras esperamos al bebé».

Sentí una presión en el pecho. ¿Que se quedaran? Decidí hablar primero con Miguel.

«Podéis usar la habitación de invitados», le dije al fin.

La habitación estaba en el segundo piso, pequeña pero acogedora. Les puse sábanas limpias y toallas. Alicia se quejó del colchón, de la almohada y del viento que entraba por la ventana.

El primer día transcurrió con cierta calma, pero la mañana siguiente empezó a revelar la verdadera prueba.

Alicia se levantó a las siete, encendió la tele en su habitación al máximo y, tras media hora, tomó una ducha que agotó toda el agua caliente. Luego bajó a la cocina y se puso a preparar su propio desayuno, usando todas las cazuelas y sartenes.

«Lo siento, Elena, estoy en la dieta de la embarazada, necesito una comida especial», dijo mientras devoraba huevos con jamón y hojeaba una revista.

El fregadero quedó lleno de platos sucios, la encimera manchada y el suelo cubierto de migas y grasa. Le pedí que lavara la vajilla, pero Alicia, entre náuseas, simplemente respondió: «Después lo haré», y nunca lo hizo.

Víctor pasó el día en el salón con su portátil, sin mover ni una taza. Alicia, por su parte, se instaló en el sofá o deambulaba por la casa dejando sus pertenencias por doquier.

Al caer la noche, el apartamento parecía el refugio de un grupo de universitarios. Miguel llegó cansado del trabajo y apenas notó el desorden.

«¿Qué tal?», preguntó, dándome un beso en la mejilla.

«Normal», contesté con frialdad.

Después de cenar, lo llevé al dormitorio y le conté mis temores.

«Miguel, creo que quieren quedarse con nosotros durante todo el embarazo, quizá incluso hasta el parto. Son cinco meses más, ¿no?»

«Tranquila, cariño», me tranquilizó. «Solo van a descansar un poco y luego se irán».

Pero no se fueron. Pasaron dos semanas y Alicia se sentía como en casa. Incluso empezó a invitar a sus amigas, Marta y Lucía, a pasar por allí.

«¿Te importa si vienen Marta y Lucía?», preguntó, ya marcando el número.

Mis amigos se convirtieron en una fiesta ruidosa; veinte años de edad, reían, se tomaban champán y se fotografiaban frente a la chimenea. Montaron una sesión improvisada en el jardín, se bebieron la botella de cava y dejaron una montaña de platos sucios y manchas de vino sobre el mantel blanco.

«¿Podrías avisarme antes de convocar a más gente?», le dije a la mañana siguiente.

«Vamos, Elena, no pasa nada. No es cada día que nos divertimos», respondió Alicia, sin percatarse de la incomodidad.

Un mes después de su llegada, Alicia había tomado posesión de los muebles, había usado mi perfume y había reorganizado la sala a su gusto. Lo peor era que yo tenía que limpiar tras ella: platos tirados, bañera sin enjuagar, objetos esparcidos por la casa. Víctor, además, fumaba en el balcón y tiraba colillas en macetas, mientras veía partidos de fútbol hasta la madrugada.

Miguel veía mi irritación, pero prefería pasarla por alto.

«Aguanta un poco más, Elena», me decía. «Alicia está embarazada, no le es fácil».

«¿Y a mí qué?», replicaba yo. «¡Llevo todo el día limpiando después de adultos! Esta es nuestra casa, no una pensión».

El punto de inflexión llegó con mi vestido de boda. Alicia lo encontró en el armario y, sin pensarlo, se lo probó.

«¿Me queda bien, Elena?», preguntó, deslizándose en el traje, que empezaba a romperse por la barriga.

«¡Bájalo ya!», grité. «¡Es mi vestido de boda!»

«Tranquila, es solo para ver cómo quedaré después del parto», respondió, sin percatarse del daño. El vestido quedó rasgado, con una mancha de base de maquillaje. Era la prenda con la que me casé, la que había planeado legar a mi futura hija.

Ese día cerré la puerta de mi habitación y lloré sin poder contener el llanto. Miguel intentó calmarme, pero no encontraba consuelo. No era solo una prenda; era una parte de mi historia, de mi vida, que Alicia había destruido.

Al día siguiente tomé una decisión. Basta de tolerar, basta de ser cortés. Era hora de poner orden.

Cuando Alicia bajó a desayunar, estaba preparada para el enfrentamiento.

«Alicia, tenemos que hablar», dije firme.

«¿Sobre qué?», preguntó, untándose mantequilla en el pan.

«Sobre el hecho de que lleváis ya un mes aquí. No soy criada para limpiar tras vosotros. Sobre el vestido de boda que arruinasteis».

Alicia suspiró: «Elena, no es para tanto. Comprarás otro. Además, la costura era mala».

«¿Otro?», sentí que mi voz se calentaba. «¡Ese era mi vestido de boda! Único, irreemplazable».

«¿Y qué?», replicó con indiferencia. «Ya no lo usarás».

Mi paciencia se había agotado. «No somos una pensión. Si queréis quedaros, comportaos como huéspedes civilizados o pagad los gastos de la casa, de la luz y del agua».

«¿Qué?», exclamó Alicia, sorprendente. «¿Me pides que pague por quedarme en la casa de mi hermano?»

«Os pido que seáis adultos responsables», dije. «Miguel es mi marido, y esta casa es nuestra. No dejaré que conviertan nuestro hogar en un refugio para terceros».

En ese momento entró Miguel, percibiendo la tensión.

«¿Qué ocurre?», preguntó.

«¡Tu hermana me está echando de la casa!», gritó Alicia entre lágrimas. «¡Me exige pagar por quedarme!»

Miguel, desconcertado, miró a Alicia.

«¿Qué significa eso, Elena?»

«Significa que ya no toleraré el desorden y la falta de respeto», respondí calmada. «Un mes he limpiado tras adultos que actúan como cerdos en mi casa».

«¡Esta es la casa de mi hermano!», protestó Alicia.

«No, es nuestra casa, la compramos y la amparamos juntos», contesté. «Y no permitiré que la conviertan en un pasillo».

Miguel intentó mediar.

«Chicas, no nos peleemos. Alicia, ¿podrías ayudar con la limpieza?»

«¿Y si me pides que elija entre mi hermana y mi esposa?», replicó Alicia, furiosa.

«¿Mujer extraña?», dije en voz baja. «Miguel, soy tu esposa. ¿Extraña?»

Miguel se sonrojó, comprendiendo que la situación había llegado a un punto crítico.

«Elena, si no se van hoy, mañana me marcho yo», le dije, con la mirada fija. «No puedo vivir con una familia que destruye nuestro hogar».

«Pero está embarazada», protestó Alicia.

«Sé que lo está. Pero el embarazo no es excusa para el desorden», respondí. «Miles de mujeres están embarazadas y siguen siendo respetuosas».

Alicia, entre sollozos, preguntó: «¿Me echas, Miguel?»

«No te echo», contestó él, con voz firme. «Te pido que comprendas la situación. Elena tiene razón: es nuestra casa y debemos imponer nuestras normas».

Alicia, derrotada, tiró la silla contra la mesa.

«¡Pues nos iremos! ¡Pero nunca lo olvidaré!»

Salió del comedor y, media hora después, ella y Víctor recogían sus maletas. Alicia gritaba, golpeaba puertas, lloraba; Víctor, silencioso, doblaba ropa.

Antes de irse, volvió al salón donde estábamos Miguel y yo.

«Miguel, espero que algún día comprendas lo que has perdido», dijo con los ojos rojos.

«Lo he entendido», respondió él, sereno. « Casi pierdo a mi esposa por no haber puesto límites a tiempo».

Alicia me miró con odio.

«Tú tú destruiste nuestra familia».

«Yo protegí la mía», contesté.

Se marcharon y la casa volvió a ser tranquila. Pasé el día limpiando los rastros de su estancia. Al atardecer, Miguel y yo nos sentamos en la terraza, tomando té y observando el jardín.

«Perdóname, Elena», dijo él. «Debí protegerte desde el principio».

«Lo importante es que lo has comprendido», respondí. «Te quiero, Miguel. Pero no permitiré que nadie, ni siquiera tus parientes, destruya nuestro hogar, nuestra paz, nuestra felicidad».

Él asintió. «La familia es sagrada, pero la familia que construimos juntos es lo que realmente importa».

Silenciamos, disfrutando del sosiego. Nuestra casa volvió a ser nuestro refugio, el lugar donde éramos felices, sin interrupciones, donde podíamos ser simplemente nosotros.

Gloria siguió llamando, intentando reconciliarme con Alicia, pero yo no cedía. Alicia podría volver de visita, pero bajo la condición de comportarse como invitada, no como dueña.

Seis meses después, Alicia dio a luz a un niño. Miguel le lleva regalos, pero ya no vuelve a nuestra puerta. Y, sinceramente, me alegra.

Nuestro hogar sigue allí, cálido y lleno de amor. Miguel y yo nos hemos acercado más después de todo lo ocurrido. Él ha aprendido que lo esencial en la vida es la familia que uno elige, no la que se hereda.

Yo, por mi parte, he descubierto que a veces es necesario ser firme para proteger la propia felicidad, y no me arrepiento de nada.

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MagistrUm
¡Qué oportuno habéis construido la casa! Estamos esperando nuestro primer hijo, nos mudaremos con vosotros al aire fresco, — le comentó la hermana de mi marido, pero yo le di un buen toque de atención.