¡Si crees que no hago nada por ti, prueba a vivir sin mí! estalló la mujer.
Aquella noche, el silencio en la casa resultaba más opresivo que nunca. Lucía removía lentamente la sopa, escuchando el tictac del reloj de pared. Antes, ese sonido le molestabaen aquellos días en que la casa rebosaba de las voces de sus hijos, risas y el ajetreo constante. Ahora, el tictac era su único compañero en aquel espacio que antes bullía de vida.
Lanzó una mirada rápida a su marido. Javier, como siempre, estaba absorto en el móvil. La luz de la pantalla se reflejaba en sus gafas, creando destellos curiosos. Antes, eso le parecía acogedorahí estaba él, su marido, en casa, a su lado. Ahora, solo le provocaba una irritación sorda.
La cena está lista dijo Lucía, esforzándose por que su voz sonara normal.
Él asintió sin levantar la cabeza. Ella colocó los platosbonitos, del juego de vajilla que reservaba para ocasiones especiales. Aunque, ¿qué ocasiones especiales quedaban? Los hijos apenas pasaban, no había nietos todavía. Solo quedaban ellos dos en aquella casa grande, donde cada rincón guardaba recuerdos de tiempos mejores.
Lucía sirvió la sopa, añadió con cuidado unas hojas de perejil y cilantro frescoslos cultivaba en el alféizar de la ventana, precisamente para sus platos favoritos. Junto al plato, dejó pan recién cortado.
Javier, por fin, dejó el móvil y tomó la cuchara. Ella contuvo el aliento, esperando su reacción. Primera cucharada. Segunda. En la tercera, frunció el ceño.
Otra vez no está buena masculló, apartando el plato.
Algo se rompió dentro de ella. Lucía miró sus manosenrojecidas por el agua caliente, con la piel áspera. Todo el día de pie: lavando sus camisas, planchando sus pantalones, preparando esa maldita sopa. En la cocina, aún hervía su té favoritoaquel que preparaba de un modo especial porque “si no, no sabe bien”.
Desvió la mirada hacia la pila de ropa recién planchadacada prenda doblada a la perfección, como a él le gustaba. Veinticinco años. Veinticinco años doblando esas malditas camisas de una manera concreta porque “si no, se arrugan”.
Sabes qué su voz tembló, pero no de lágrimas, sino de rabia. Si crees que no hago nada por ti, ¡prueba a vivir sin mí!
Él alzó la vistapor primera vez en toda la noche, la miró de verdad. En sus ojos había sorpresa, como si no creyera que esa mujer callada y sumisa pudiera alzar la voz.
Lucía se levantó de golpe. La silla chirrió al desplazarse, pero le dio igual. Cogió su abrigoviejo, comprado hacía tres años porque “para qué quieres uno nuevo, con este tienes para rato”.
¿Adónde vas? su voz mostró inquietud, pero ella ya no escuchaba.
La puerta de entrada se cerró de golpe a sus espaldas. El aire fresco de la tarde le golpeó el rostro, y por primera vez en años, Lucía sintió que podía respirar hondo. No sabía adónde iba. No sabía qué haría después. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no sentía miedo ante lo desconocido, sino una embriagadora sensación de libertad.
El pequeño piso en el quinto piso la recibió con un silencio distinto. No aquel que la asfixiaba en casa, sino uno ligero, casi etéreo. Aquí no había relojes marcando los minutos de su vida, ni miradas reprobatorias, ni el eterno “¿por qué no?”.
Se despertó tempranola costumbre de años de levantarse a las seis para preparar el desayuno, planchar la camisa, organizar la maleta Pero hoy era distinto. Lucía se quedó tumbada en aquella cama desconocida, observando cómo los rayos de sol se deslizaban lentamente por la pared. Nadie la apuraba, nadie exigía su atención, nadie esperaba que cumpliera su rutina de siempre.
Puedo quedarme aquí acostada susurró, y se rio suavemente ante esa idea.
Pero las viejas costumbres no se iban tan fácil. Sus manos se movían solas para tender la cama, quitar el polvo, empezar las tareas de siempre. Lucía se detuvo:
No. Hoy haré lo que yo quiera.
Se quedó mucho tiempo frente al espejo del baño, observando su reflejo. ¿Cuándo fue la última vez que realmente se miró? No de reojo, no para comprobar que todo estaba en orden antes de salir, sino de verdad. Las arrugas alrededor de sus ojos eran más profundas, las canas en su pelo más visibles. Pero sus ojos sus ojos parecían vivos otra vez.
Afuera, el aire olía a hojas caídas y a café de la cafetería de la esquina. Antes, pasaba cientos de veces por allí, siempre con prisa por hacer la compra. “Un gasto innecesario”, decía Javier. Y ella asentía, convenciéndose de que el café en casa sabía mejor.
El timbre de la puerta sonó al entrar. Dentro, olía a pasteles recién horneados y canela. Lucía se detuvo en la entrada, sintiéndose fuera de lugar en aquel espacio acogedor.
¡Buenos días! sonrió la joven barista. ¿Qué va a ser?
Yo Lucía vaciló. Tantos años preparando café para otros, sin pensar nunca en qué le gustaba a ella. ¿Qué me recomienda?
Un latte especial con caramelo y canela. Y tenemos unos croissants de almendra recién sacados del horno.
Antes, habría negado con la cabezademasiado caro, demasiadas calorías, qué diría su marido Pero hoy era otro día.
Sí, por favor. Y un croissant también.
Se sentó junto a la ventana, observando a la gente pasar. En la mesa de al lado, un grupo de chicas jóvenes reían a carcajadas. Lucía se preguntó¿cuándo fue la última vez que rio así? No por cortesía, no por obligación, sino de verdad.
El primer sorbo del café le inundó el paladar con dulzura. Cerró los ojos, disfrutando. Dios, ¿era posible que la vida supiera tan bien?
El móvil en su bolso permanecía en silencio. Por primera vez en veinticinco años, Javier se habría despertado sin desayuno preparado, sin camisa planchada, sin comida lista. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Enojado? ¿Confundido? ¿O ni siquiera había notado su ausencia, perdido en su teléfono?
¿Otro café? preguntó la barista al pasar.
Lucía miró el relojcostumbre arraigada. A esta hora, normalmente ya habría vuelto de la compra y estaría preparando el almuerzo. Pero hoy
Sí, por favor. Y otro croissant.
El móvil sonó mientras Lucía guardaba sus pocas pertenencias en el armario del piso alquilado. En la pantalla, “Alejandro” su hijo mayor. Dudó. Por primera vez en su vida, no tenía ganas de contestar a su propio hijo.
Hola su voz sonó más baja de lo habitual.
Mamá, ¿qué estás haciendo? el tono de Alejandro era irritado, igual que su padre. Papá dice que te has ido. ¿Qué tontería es esta?
Lucía se sentó en el borde de la cama. ¿Cómo explicarle a su hijo adulto algo que ni ella misma entendía del todo? ¿Cómo hablarle de años de desesperación silenciosa, de sentirse invisible, de cómo su identidad se había disuelto en el







