¡Tu marido cortó los frenos! ¡No arranques el coche!” — gritó la asistenta……

“¡Tu marido cortó los frenos! ¡No arranques!” gritó la empleada del hogar a la acaudalada señora. “No olvides decirnos desde qué país nos sigues”. Lucía, una mujer de porte distinguido y mirada penetrante, acababa de salir de la finca con el ceño fruncido tras una discusión acalorada con su esposo Adrián. Él, un empresario tan exitoso como calculador, llevaba semanas mostrándose distante, pero aquel día las palabras habían traspasado un límite peligroso. Lucía, harta de humillaciones veladas y del desprecio que mostraba no solo hacia ella, sino también hacia el servicio, decidió marcharse a Madrid sin avisar a nadie.

Lo que no sabía era que alguien en aquella casa había escuchado algo escalofriante. Carmen, la asistenta, llevaba más de quince años al servicio de la familia. Era de esas personas discretas que saben demasiado pero callan, porque en las casas de dinero las paredes oyen y las represalias suelen ser crueles. Sin embargo, esa mañana, mientras limpiaba la biblioteca, escuchó a Adrián hablar por teléfono con un tono glacial. Las palabras “accidente” y “cortar los frenos” la paralizaron.

No daba crédito a lo que oía. Pensó que quizá era un malentendido hasta que escuchó con claridad: “Hoy será su último viaje”. Con el corazón en un puño, Carmen debatió entre el miedo y la urgencia. Sabía que si lo denunciaba sin pruebas podía perder no solo el trabajo, sino la vida. Adrián tenía contactos, influencia y un historial de hacer desaparecer obstáculos con facilidad. Pero al ver a Lucía salir con las llaves del coche y dirigirse al portón, supo que no podía callar.

Corrió tras ella gritando su nombre, pero el ruido del motor y la música del automóvil ahogaron sus palabras. Lucía volvió la cabeza al ver a Carmen correr desesperada, el rostro desencajado. Frenó en seco y bajó la ventanilla, confundida. “¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loca?”, dijo con un dejo de irritación. Carmen, jadeante, apenas pudo articular: “No aceleres. Sé lo que traman. Tu marido cortó los frenos”. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier explicación.

Los ojos de Lucía se abrieron como platos mientras procesaba lo que acababa de oír. La adinerada mujer miró hacia la finca. En el balcón, Adrián observaba la escena con una leve sonrisa que no cuadraba con la situación. “Carmen, si esto es una broma, no tiene gracia”, replicó Lucía, intentando mantener la compostura aunque su voz temblaba. Carmen negó con vehemencia y añadió en un susurro: “Lo oí todo. Planea que mueras antes de llegar a la ciudad. Dice que así todo quedará en sus manos”. Esa frase heló la sangre de Lucía.

Lucía no era ingenua. Había visto de cerca la ambición de su marido y su manera de manipular a quien se interpusiera en su camino. Pero jamás imaginó que llegaría a semejante extremo. Carmen intentó abrir la puerta del coche para impedir que Lucía se moviera, pero ella, aún incrédula, miró el tablero como buscando pruebas del sabotaje.

El conserje, que observaba todo desde la entrada, se acercó con cautela, pero Adrián, desde el balcón, levantó una mano indicándole que no interviniera. Esa complicidad silenciosa hizo que a Carmen se le erizara el vello de la nuca. Lucía, por su parte, se sintió atrapada entre dos realidades: confiar en la lealtad de una empleada de años o creer que todo era un invento para causar problemas. Carmen decidió ir más allá: “No es solo eso, Lucía. Él no está solo en esto. Hay gente esperando en el camino, gente que se asegurará de que, aunque sobrevivas, no llegues a tu destino”.

Lucía apretó el volante con los nudillos blancos y miró hacia la verja como si fuera una trampa sin salida. Su respiración se aceleró y, por primera vez en años, sintió miedo real por su vida. El rugido de otro coche acercándose rompió el tenso silencio. Carmen dio un paso atrás, pero sus ojos segu

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¡Tu marido cortó los frenos! ¡No arranques el coche!” — gritó la asistenta……