«¡Mamá, te perdono!»
María del Rosario se dejó caer en la cama. Esa noche, con voz cansada, llamó a su hija.
Nieves, hija mía, estoy muriendo. Ha llegado la hora de contarte todo. Temo que el tiempo se me agote. Perdóname, niña.
¡Mamá, no digas eso! ¡Llamaré una ambulancia!
No hace falta la ambulancia, Nieva. Escúchame.
La anciana empezó su relato: «Todo ocurrió hace ya muchos años, hija. Tenía una amiga, Lidia. Ambas fuimos al orfanato de Segovia. Nos hicimos amigas allí y, después, ingresamos juntas en la Escuela Normal de la provincia. Al terminar, nos enviaron a una escuela rural en la sierra.
Nos asignaron viviendas distintas: yo me quedé en una casita vacía junto al colegio, y Lidia vivía con una pareja de ancianos en la aldea. Cada instante libre lo pasábamos juntas. Íbamos al club del pueblo a bailar al son del acordeón. El acordeonista era un joven apuesto. Cuando lo vi, supe al instante que él sería el único al que esperaría toda mi vida. Se llamaba Víctor, de ojos castaños y sonrisa encantadora.
Todas las semanas corríamos al club. Yo no podía apartar la mirada de Víctor, escuchaba su voz profunda y mi corazón se desbordaba cada vez que él me lanzaba una mirada casual. Pero pronto noté que él dirigía su atención siempre a Lidia, sonriendo a la muchacha humilde, mientras yo me marchitaba de celos. Comprendí que Víctor había elegido a la sencilla y callada Lidia.
Intenté, una y otra vez, captar su interés, pero él ni siquiera me veía. La rabia y los celos me consumían; llegué a odiar a Lidia con una intensidad terrible. Ella brillaba de felicidad, ajena a mi odio. Un día, Lidia irrumpió en mi casa con una sonrisa radiante y susurró:
María, pronto nos casaremos con Víctor.
Supe entonces que mi vida llegaba a su fin. La desesperación me aplastó; dejé de comer y de dormir, y sólo rondaba en mi cabeza la idea de que Víctor debía ser sólo mío. Por eso estaba dispuesta a todo. Supe por los vecinos que en la aldea vecina vivía la bruja Teresa. Corrí a buscarla.
Sé por qué has venido le dijo la anciana.
Al principio me dio miedo, pero al recordar a Víctor, me armé de valor para el conjuro oscuro. Teresa preparó una poción de amor, la vertió en una botella y me la entregó.
Dásela a él para que la beba añadió.
Intenté pagarle con monedas de euro, pero la bruja estalló en carcajadas:
No quiero tu dinero. Ya sabrás lo que necesito. Ve.
Esa misma tarde Lidia y Víctor vinieron a mi casa. Era el momento preciso. Preparé la mesa y, sin que notaran nada, añadí la poción al vaso de Víctor. Tras beberla, él cambió de actitud. Lidia, percibiendo algo extraño, lo llevó a su casa. A la mañana siguiente Víctor apareció en mi puerta, insistiendo en que sólo yo era la que quería. La bruja no había mentido: ¡había conseguido a mi amado! Nos casamos pronto y vivimos con una felicidad desbordante. Víctor no dejaba de abrazarme, y yo no podía respirar sin él. ¿Y Lidia?
Lidia evitaba nuestro entorno, pero aun así nos cruzábamos. Hasta hoy recuerdo su rostro triste y sus ojos llenos de lágrimas. Los ancianos donde vivía Lidia me escupían y me llamaban bruja. Los rumores corrían por el pueblo: decían que Lidia había quedado embarazada de Ví Víctor y que había intentado acabar con su vida. Sentí lástima por ella, pero amaba a mi esposo más que a nada.
Un día apareció en nuestra casa Don Mateo, el anciano con quien vivía Lidia.
Ven conmigo mandó.
¿Para qué? pregunté.
Tu amiga está muriendo. Te llama respondió.
Me miró, y sin decir nada, seguí al viejo. En la casa de los ancianos un niño lloraba. En la cama yacía Lidia, pálida, casi sin aliento. Mi corazón se encogió y casi me voy, pero entonces Lidia abrió los ojos y susurró:
Ana, estoy muriendo. Lleva a mi hija contigo. Que su padre sea el de Nieves extendió la mano, pero ésta cayó impotente.
Los viejos cruzaron sus manos y recitaron una oración. Doña Matilde gritó y me entregó un pañuelo empapado de llanto. Dentro estaba tú, niña. No quise aceptarte, pero Don Mateo gruñó con fuerza:
¡Nunca te entregaría a esa niña! Pero la voluntad de Lidia debe cumplirse. Era una buena persona; el Reino de los Cielos la espera. Lleva a la niña y vete a casa, y no la ofendas, Dios lo impida.
Así apareciste en mi vida. Tu padre se enfadó porque te tomé. Tu llanto constante irritaba a todos, a mí también. Víctor cambió, empezó a beber y a pasar noches fuera de casa. Mi felicidad se derrumbó y no podía hacer nada. Hija, jamás imaginarás cuánto te odié.
Anhelaba un hijo propio y tú apareciste como una carga. Con el tiempo descubrí que estaba embarazada. Víctor, al enterarse, dejó el alcohol y soñó con nuestro hijo. Parecía que la dicha volvía a nuestro hogar. Días antes del parto tuve una pesadilla: estaba en un bosque, una criatura repugnante con pelaje negro me observaba y alargaba sus garras.
¿Me reconozco? Vengo a llevar lo que es mío dijo la bestia con voz de Teresa.
Desperté gritando de dolor y, al caer la noche, di a luz a un niño muerto. Tu padre volvió a beber por el dolor y falleció poco después, congelado en la nieve. Don Mateo y Doña Matilde siguieron su camino. Quedé sola en el mundo con tú, Nieves. Tú te convertiste en el sentido de mi vida pecadora, sin la que no podía seguir.
Fuiste creciendo y tomaste mi aspecto. Siempre quise decirte la verdad y pedirte perdón, pero nunca lo logré. Te casaste, tuviste un nieto maravilloso. Ya no me queda tiempo para posponer esta conversación, y me aterra dejar este mundo con un peso tan grande en el alma» la anciana quedó en silencio por un instante.
Soy culpable de la muerte de tus padres. ¿Me perdonarás, hija? He acumulado gran culpa ante Dios y ante vosotros.
Nieves tembló. Sus ojos brotaban lágrimas como un río. Reunió sus fuerzas, abrazó a la mujer que la miraba suplicante y susurró:
Mamá, te perdono.
María del Rosario falleció esa noche, dormida, con una sonrisa congelada en los labios.







