Soñaba que la soledad se había convertido en una carretera de polvo de oro, y un caballero de armadura reluciente se acercó a mí, pero yo lo rechacé. Mejor una sola compañía que una ayuda gratuita que solo alarga los años sin sentido
¿Qué haces sola, Begoña? dijo el viejo del pueblo. Un hombre no debe estar solo; una mujer siempre necesita a su caballero. De lo contrario, todo quedaría torcido Y la soledad, ¿la conoces?
¿Qué es? balbuceó Begoña, cansada de sus propias dudas, mientras la noche se estiraba como un felpudo.
¡La soledad es una trampa! exclamó la anciana Marta, sin percatarse del murmullo del viento. Es cuando alguien quiere ofrecerte agua y tú sólo ves el reflejo del cielo.
¿Dónde? rió Begoña, sin aliento.
Allí, en la ribera del Tajo, donde el agua se vuelve espejo respondió Marta, y sus labios temblaron como hojas bajo la lluvia.
Yo llevaba ya una década deshilachada, como la sombra de un árbol que se estira al sol. Mi marido, el buen Iván, había aparecido una vez, hace diez años, como una bruma de verano, y se había ido pronto, como un suspiro. Cuando supe de ello, busqué consuelo en dos amantes y en dos cuarteles de recuerdos. El marido intentó convencerme de que un beso basta y que nada es extraño cuando no se ha visto, mientras golpeaba su propio pecho con un puño de terciopelo y derramaba lágrimas de hombre escasas. Pero Begoña permanecía inmutable; la desilusión se había convertido en polvo.
El marido se había comportado como un caballero, dejando la granja a su exesposa y a los dos niños bajo el techo de paja. Los hijos, sin embargo, se dispersaron como pájaros a su antojo. El hijo mayor trabajó en la zona industrial de Vigo, la hija se casó pronto y se mudó a la costa de Valencia para vivir con su marido. Yo, sola, habitaba un diminuto piso en el centro de Madrid, con paredes que parecían susurrar cuentos de fantasmas.
Mi vida solitaria no me avergonzaba. Construí un pequeño estudio, trabajé como traductora y gané lo suficiente para vivir a mi modo, recibiendo a niños y a la anciana Marta como huéspedes. A pesar de no poseer un gran intelecto, siempre encontraba ocupación y la rutina nunca me aburría. Leía mucho, nadaba en el río Manzanares, practicaba yoga, viajaba a veces, y de vez en cuando hacía excursiones al campo con mi perro. En fin, vivía a mi antojo.
Hasta que un día la anciana Marta, sin decidirse a arreglar su destino, me susurró:
Escucha, Begoña. Un buen marido, aunque sea viejo, cuesta sesenta y un año. Llevas siete años sin compañía. Una casa amplia, buena, con huerto, gallinas, cabras, cerdos y vacas, ¡y sin que falte nada! Es una alimentación sana, con leche fresca, huevos y carne. Vivirás ciento años sin quejarte. Además, el marido es simpático, educado y habla como de libro ¿Qué tal si lo intentas?
Vale, Marta, conoceré a mi vecino, el granjero respondí. Pero no prometo nada.
Los asuntos de la granja no cambian, decía el refrán. Así que Marta, sin guardarlos en un cajón, organizó un encuentro entre la anciana y el caballero.
El caballero resultó ser nada más que una sombra de carne y hueso: fuerte, musculoso, de porte decente, con manos de labrador, uñas curtidas. Se limpiaba con esmero, llevaba el pelo corto y, aunque hablaba poco, su voz resonaba como un eco lejano. Su nombre, tan español como su mirada, era Iván.
Al segundo encuentro, la curiosidad se volvió una chispa: Begoña empezó a pensar que tal vez la anciana tenía razón, que necesitaba un alma gemela. Iván, por su parte, mostraba una constancia que rozaba el sueño.
Begoña, cansada, se refugió en el bosque y se dejó caer en una hamaca bajo las estrellas. Allí, descubrió que la granja del vecino tenía vacas que mugían, cerdos que revolcaban, gallinas que cantaban al amanecer, y una luz que no se veía pero sí se sentía. Sólo quedaban dos trabajadores: dos rostros de origen asiático, curiosos como el destino. Los negocios del vecino giraban en torno a la carne, la leche y los huevos, y la mujer que lo ayudaba parecía una parte del propio Iván.
Mira, Begoña, cuántas cosas tengo que llevar le dijo Iván. Necesito una granja, animales, huevos, leche Todo eso y más. No te quedes sin tu propio campo.
Begoña volvió a su piso y reflexionó. ¿Para qué tanto? Tenía una pequeña huerta en la ciudad, un trabajo que le rendía lo justo, una casita de verano donde cultivaba lechugas y un coche de ocho años que había comprado de segunda mano. ¿Para qué todo ese alboroto? ¿Para limpiar los corrales, ordeñar vacas, recoger huevos y vender leche?
Aún debía preparar la comida del marido, comprar comida, pagar la luz, y mantener la casa limpia. El ingreso de su pequeño negocio era bueno, pero no suficiente para vivir con excesos. Pensó en la pensión, en los ahorros que le quedaban, en las cosas que necesitaba para una vida cómoda.
Todo eso era necesario, y no solo para una vida feliz. En el otoño, doblaba la espalda en el huerto, hacía mermelada, y con una cuchara de madera subía por dos tramos de escaleras. ¿Era eso lo que necesitaba?
Al anochecer, tomó el teléfono y llamó a Marta:
Marta, no me ofendas. He decidido rechazar la propuesta de Iván. No necesito un marido que trabaje en la granja, lo que él busca es fuerza y trabajo, no amor. Prefiero seguir sola.
Marta intentó convencerla, pero Begoña sintió que la soledad se volvía una manta cálida. Al día siguiente, despertó a las ocho, se duchó, tomó un café con leche y se sentó a mirar por la ventana. Pensó en sus hijos, en el hijo que vivía en Vigo y la hija que había regresado a Sevilla para el día de su boda. Recordó que necesitaba comprar una bolsa para el mercado y un abrigo grueso para el invierno. También debía llamar a su amiga Lidia, la pediatra, para concertar una cita.
Se dio cuenta de que, a veces, ser un poco egoísta es saludable. El egoísmo femenino, pensó, puede ser un acto de amor propio. Así, mientras el sueño se desvanecía, Begoña despertó con la certeza de que la soledad, en su forma más extraña, puede ser un refugio de paz.







