¡Leocadia, tú serás la culpable de su muerte! ¿De quién? ¡Claro, de Tomás! Sí, precisamente tú. ¡Claro! No es nada sorprendente. ¿Y quién era la bella que ayer se sentó en el banco del patio con las piernas desnudas brillando al sol? ¡¿Cómo puede ser eso?! Tomás tiene un alma frágil Sólo ha visto rodillas femeninas desnudas en la clase de gimnasia, y eso fue hace mucho tiempo ¿Y qué importa que haya muchachas con minifaldas por todas partes? ¡Tú lo comparas! Sus rodillas y las tuyas, eso sí que es distinto, para Tomás es especial.
Una voz áspera surgió del auricular:
No estoy inventando nada, ahora mismo lo veo, escribe su carta de despedida ¡exacto! Y dice, maldita sea, que no puede vivir sin ella, que le hiere el alma, ¿me entiendes? Lo escribe así, con el alma destrozada, pero no me mira Mejor me echo una caña quiero morir. Sí, la palabra «morir» está muy clara. ¿Cómo no lo veo? Tengo el visor de campo de mi abuelo, con él puedo ver cualquier cosa.
El teléfono quedó en silencio y solo se escuchó la respiración agitada de la interlocutora:
¡Ay, mi cruz! Llegamos tarde, Leocadia, como siempre llegamos tarde, tomé un cuchillo afilado y ya empecé a clavármelo ¡sangre! ¿Dices que vas a llegar a tiempo? ¡Corre, corre, salva a tu príncipe!
La anciana Lucía, entrecerrando sus astutos ojos, se regocijaba mientras la robusta Leocadia irrumpía en el piso del enclenque Tomás, llevando consigo amor sin medida, ganas de alimentarle con un buen cocido madrileño y el sueño de una prole de niños y niñas.
Tomás no tenía ninguna oportunidad. Ese joven delgado y soñador vivía solo: hace medio año su madre se casó de nuevo y se mudó con su marido, dejando al hijo en un apartamento de tres habitaciones, y le había ordenado estrictamente que se casara pronto y le diera nietos, al menos uno, y sin dilación.
Tomás aceptó: la idea de una casa familiar le gustaba. Pero encontrar pareja le resultaba imposible. Genio de la electrónica, en la conversación era callado, inseguro y tímido. No sabía insinuarse y huía de las chicas agresivas como un avión a reacción. Por suerte, la anciana Lucía estaba de acuerdo: no quería vivir con la vecina descarada y atrevida.
Leocadia, por su parte, era gruesa, hogareña y respetuosa. No era una belleza de pasarela, pero su carita redonda con pecas resultaba encantadora. Solo había que observarla, conversar con ella algo que los jóvenes de hoy no saben hacer.
Todos sus aparatos ¡qué palabra tan repugnante! solo daban datos breves: una foto o un vídeo. Y esas chicas de TikTok como Nina que aparecen en mil clips, no se parecían a las atrevidas que Tomás temía como al fuego. El maquillaje, los looks, ¡como brujas en un aquelarre! Las chicas modernas eran tan distintas a Leocadia como un payaso de circo a la taquillera de la estación. Juzgadlo: por muy amable que sea la taquillera, recordáis su rostro o el del payaso tonto. Con el payaso ni una palabra, con la taquillera sí, al menos unas cuantas frases.
Así, Tomás, mirando a la vecina Leocadia, no lograba descubrir su felicidad. Moriría, según la anciana Lucía, desorientado, hambriento, con frío y sin la ternura femenina.
En su casa parecía un erizo perdido en la niebla. Comía sopa instantánea y ravioles, si no se le olvidaba retirar la olla a tiempo, y hacía sandwiches, de los cuales era todo un experto, además de preparar un buen café.
En aquel sueño, el joven intentaba picar un pepino para la ensalada. Se cortó, buscó una curita y una compresa, pero en ese mismo instante alguien empezó a golpear la puerta de entrada. Con la mano sangrante, tuvo que abrirla sin pensarlo.
Leocadia, con los ojos desorbitados de terror, se lanzó sobre él. Qué le decía, en qué lo convencía, la anciana Lucía nunca lo supo. El visor no transmite sonido, ¡qué lástima! Pero la astuta Cupido del barrio, la propia anciana Lucía, vio poco después a Leocadia en su propio piso alimentando a Tomás con cocido, patatas con albóndigas, ensalada de vinagre y repollo, y un buen compote. A juzgar por su cara, le caía delicioso.
Tomás sonreía, la soledad abandonaba sus ojos, y la desorientación y los complejos se desvanecían.
Un mes después, los dos se casaron. La anciana Lucía fue invitada a la boda y le ofrecieron un trozo de tarta de crema, el mayor de todos. Al despedirse, la novia Leocadia, entre risas, preguntó a la anciana:
¿Así que él quería morir, verdad? ¿Qué dijiste, que se estaba clavando? ¡Exacto, en el dedo! ¡Madre mía, Lucía! ¿Sabes cuánto me avergoncé cuando dije que lo salvaría y él me tendió la mano con el dedo? ¡Qué historia, Lucía!







