Querido diario,
hoy, mientras la lluvia golpeaba el tejado de la casona de San Juan, Ana se recostó en la cama del cuarto del ático y, con la voz ya quebrada por la enfermedad, me pidió que llamara a nuestra hija.
Mencía, mi niña, me estoy muriendo. Ha llegado el momento de contarte todo lo que he guardado. Me queda poco tiempo, perdóname, hija mía.
Yo, tembloroso, intenté llamar a la ambulancia, pero ella, con un gesto firme, me detuvo:
No la necesitas, hijo. Escucha.
Así comenzó su relato, una historia que se había tejido en los años de la infancia y el trabajo en el pueblo.
Hace mucho, cuando éramos niñas del orfanato, Ana hizo amistad con Galia. Ambas, huérfanas, ingresaron juntas al Instituto de Pedagogía y, al terminar, fueron asignadas a una escuela rural. A Ana le asignaron la vivienda vacía junto al patio de la escuela; a Galia, la casa de unos ancianos en la ribera del río. Cada tarde se reunían en la peña del pueblo, donde se escuchaba el acordeón de un chico guapo llamado Vasco. Desde el primer compás, Ana creyó haber encontrado al hombre que había esperado toda su vida.
Cada fin de semana corrían al salón de baile. Ana no quitaba los ojos de Vasco, escuchaba su voz ronca y sentía que su corazón latía con fuerza cada vez que él le lanzaba una mirada casual. Pero pronto notó que el acordeonista dirigía su sonrisa a Galia, y que ella florecía bajo esa atención. Ana comprendió que él había elegido a la humilde y discreta Galia.
Los intentos de Ana por llamar la atención de Vasco fueron en vano; él ni siquiera la miraba. El rencor creció dentro de ella, y pronto la envidia se tornó odio. Galia, radiante de felicidad, un día se acercó a Ana y susurró:
Ana, pronto nos casaremos con Vasco.
Ese anuncio fue la gota que hundió a Ana. Deprimida, dejó de comer y de dormir; su única obsesión era que Vasco fuera sólo suyo. Cuando escuchó que en la aldea vecina vivía la anciana bruja Petra, recurrió a ella.
Sé por qué has venido le dijo Petra, con una voz que heló la sangre de Ana.
Al principio, el miedo la paralizó, pero el amor por Vasco la empujó a aceptar el pacto. Petra preparó un brebaje de amor, lo metió en una botella y le dijo:
Dale a beber a Vasco.
Ana intentó pagar a la bruja, pero Petra soltó una carcajada feroz:
No quiero tu dinero, niña. Lo que necesito lo sabrás cuando sea necesario.
Esa misma noche, Galia y Vasco llegaron a casa de Ana. Aprovechó el momento, sirvió la cena y, sin que nadie se diera cuenta, vertió el brebaje en la copa de Vasco. Él bebió y, como bajo un hechizo, se volvió completamente devoto de Ana. Galia, percibiendo algo extraño, lo llevó de regreso a su casa. A la mañana siguiente, Vasco estaba en la puerta de la casona, insistiendo en que sólo ella era la que él amaba. La bruja no había mentido; Ana había conseguido a su amado. Se casaron y vivieron felices, aunque la sombra de Galia persistía: la evitaba, pero la encontraba en los momentos inevitables; sus ojos tristes y su llanto silencioso la perseguían. Los ancianos que cuidaban de Galia la llamaban bruja y la vilipendiaban en toda la aldea.
Un día, apareció Don Marcelo, el abuelo de Galia, y le pidió a Ana que la acompañara:
Vamos, hija mía.
¿A dónde? preguntó Ana.
Tu amiga está muriendo. respondió.
En la casa de los ancianos, un niño lloraba y Galia yacía pálida sobre la cama, con la respiración casi apagada. El corazón de Ana se encogió; estaba a punto de marcharse cuando Galia abrió los ojos y susurró:
Ana, muero. Lleva a mi hija contigo. Que la madre de Mencía sea la que la cruce.
En ese instante, los ancianos cruzaron las manos y, entre sollozos, Doña Matilde lanzó a Ana un pañuelo mojado: era la pequeña Mencía, la hija de Galia.
No podré confiar en ella gruñó Don Marcelo, pero la voluntad de Galia debe cumplirse. Llévala a tu casa y cuídala.
Así llegó Mencía a nuestro hogar. Mi padre, el padre de Mencía, se enfureció al verla; su llanto constante le irritaba. Vasco cambió, empezó a beber y a pasar noches fuera. Mi vida, que antes parecía un cuento de hadas, se desmoronó. No dejaba de odiar a Mencía, la culpaba por todo.
Con el tiempo descubrí que yo mismo estaba embarazado; la noticia hizo que Vasco dejara la botella y empezara a soñar con un hijo. Creí que la felicidad volvía a nuestro techo. Pero, antes del parto, tuve una pesadilla: en un bosque, una criatura cubierta de pelaje negro me observaba, sus garras se arrastraban sobre la tierra.
¿Me reconoces? gruñó con voz de Petra. Vengo a llevar lo que es mío.
Desperté gritando de dolor y, al caer la noche, di a luz a un niño muerto. Vasco, abatido por la pérdida, volvió a beber y, en pocos días, murió congelado en la nieve tras una noche de borrachera. Poco después, Don Marcelo y Doña Matilde también fallecieron.
Quedé solo con Mencía, la única razón de mi existencia en aquel mundo desolado. La crié como a mi propia hija; ella creció y se parecía a su madre, Ana. Cada día intentaba contarle la verdad y pedir su perdón, pero nunca encontré las palabras. Mencía se casó, tuvo un hijo maravilloso y, ahora, yo ya no tengo tiempo para seguir aplazando esa conversación que me ahoga.
Soy culpable de la muerte de tus padres le dije a Mencía en la última visita. ¿Me perdonas? El peso que llevo ante Dios y ante ti es enorme.
Mencía tembló, sus ojos derramaron un río de lágrimas. Con la fuerza que le quedaba, me abrazó y susurró:
Madre, te perdono.
Así, mientras el alba se filtraba por la ventana, vi la sonrisa de Ana reflejada en el rostro de Mencía.
Hoy, al cerrar este diario, entiendo que el odio solo engendra más dolor y que el perdón libera el alma. Aprender a perdonar, incluso a los que nos han causado el mayor sufrimiento, es la única vía para encontrar la paz.
Nunca más dejaré que el rencor gobierne mi corazón.







