Y desde el principio, no me cayó bien

30 de octubre de 2025
Querido cuaderno,

Hoy vuelvo a repasar la historia de mi hermana Verónica y las contradicciones que siempre ha vivido con nuestra madre, Lidia. Todo comenzó cuando Verónica me llamó, alborotada, porque le había dicho a su madre que su novio, Nicolás, parecía haberle tendido una trampa.

¿Qué? ¿Te ha lanzado un puñal? le dije, intentando calmarla.
¡Mamá, eso no es una impresión! exclamó con lágrimas. Creía que Nicolás me iba a dejar huérfana ¡Era más alto que yo!
Los hombres no levantan la mano sin motivo, Verónica replicó Lidia con esa voz que siempre suena a reproche. Tú siempre has sido explosiva; si algo no te gusta, lo recalentarás hasta que se queme.

Verónica quedó paralizada. Esperaba consuelo, no la culpa que la hiciera sentir como si también fuera ella la responsable de cualquier desgracia futura.

¿Cómo puedo no ser explosiva cuando él siempre me llama cariño y gatito? se defendió Verónica.
Eso no es un golpe, es solo un gesto respondió Lidia con fastidio. No bebe, no sale de noche, trabaja con carácter, como todos los hombres de mi generación. ¿Acaso has tenido pareja mejor? Piensa antes de hacer tonterías de paso

Al colgar, Verónica quedó sin saber si debía seguir con Nicolás. Él había juntado todo un combo de defectos: promesas de trabajo, ausencia de afecto y una constante traición en los mensajes de su móvil. Lidia, sin embargo, veía la situación como un simple contratiempo de la tienda, como si la familia fuera un descuento que se aprovecha al máximo.

Lidia tenía la extraña costumbre de cambiar de zapatos en pleno salto y de decir una cosa a la vista y otra tras la espalda. Su sonrisa era dulzona, pero su mirada siempre evaluadora. Cuando Verónica probó un vestido en una boutique del centro, primero la elogió:

¡Qué bonito vestido! Te queda de lujo.

Luego, al ver la etiqueta, levantó una ceja y cambió de opinión:

En realidad, tus piernas se verían más largas con otro modelo. Veamos otra cosa.

Al final, optaron por una prenda sintética grisburdeos, fuera de talla pero con un 30% de rebaja, y Lidia se jactó con sus amigas de la buena compra.

Con las amigas de Verónica pasaba algo similar. Una tarde, en la casita de su amiga Loles, Verónica trajo un trozo de tarta de nata. Loles, siempre cuidadosa con la reputación, la observó y comentó:

¿Para qué la quieres aquí? Recuerda: no dejes entrar a amigas que luego puedan hablar a tus espaldas o intentar robar a tu marido.

Lidia reforzó esa idea:

¡Ni se te ocurra abrir la puerta a amigas! Desde niña apréndelo. Las chicas solo fingen ser dulces y luego critican o se llevan a tu esposo.

Con Nicolás la reacción fue la misma. Lidia no aprobó al principio:

¿Para qué lo necesitas? Aparece y desaparece como quien se pierde en la Gran Vía. Un hombre decente no actúa así. Siento que no eres la única de él.

Verónica, sin experiencia y con la autoridad de su madre como única guía, se dejó engañar. Cuando intentó romper con Nicolás, él intensificó los gestos románticos: flores a domicilio, sushi de entrega y, por fin, la madre se relajó.

¡No dejes pasar a ese tipo! exclamó Lidia mientras intentaba pinchar los rollitos con el tenedor. No es perfecto, pero ¿qué hago sin él? No acabarás sola con treinta gatos, ¿verdad?

Los cambios de humor de Nicolás eran frecuentes: pasaba de ser tierno a volverse irascible en cinco minutos, celoso incluso de las amigas de Verónica, y criticaba su ropa, diciendo que le gustaban las faldas cortas y los tacones altos. Verónica, a duras penas, aceptó la vida con una tarjeta de identidad que llevaba el sello de matrimonio. Los primeros meses fueron de miel: cenas románticas, selfies, sorpresas diarias. Luego, todo cambió.

Nicolás dejó de preguntar qué quería Verónica. Revisaba la lista de la compra y le regañaba por cualquier gasto extra, incluso por el tinte del pelo. Le prohibió usar lápiz labial rojo, alegando que con eso parecía una prostituta. Ambos trabajaban, pero el hogar lo dejaba casi toda Verónica. Cuando él llegaba, siempre preguntaba por la cena, se sentaba, cenaba y se marchaba al ordenador, dejando montones de platos sin lavar.

Nicolás, ¿podrías al menos lavar los platos? le preguntó Verónica una noche.
¿Y a ti qué te parece? ¿Que no sea mi deber? respondió él sin inmutarse.
Estoy cansada, lo sabes. ella, con la voz quebrada.
Yo también estoy cansado. Hoy he trabajado. le contestó sin mirar.

La situación se volvió insostenible. Verónica quería hablar, él cerraba la puerta y respondía: Tus emociones son tus problemas. Lidia, al enterarse, minimizó todo:

Solo tienes exigencias exageradas. El hombre trabaja, te mantiene, vivís en su piso ¿Qué más quieres?

Al final, Verónica descubrió en el móvil de Nicolás cientos de mensajes con palabras dulces: cariñito, sol. No había pruebas de infidelidad física, pero el tono de complicidad le dolió como una traición.

Son solo frases de cariño, nada serio se defendió Nicolás cuando la confrontó. Sólo intento que la gente se sienta bien, ¿por qué te enciendes?

El conflicto estalló; él la empujó contra la puerta y, en un momento de furia, la amenazó con levantar la mano. Verónica, sin poder acudir a su madre, se quedó atrapada. Lidia, con su tono cotidiano, le dijo:

Solo son mensajitos, una cuestión de letras. Al hombre le falta atención, tú estás con el niño todo el día, él compensa

Lidia no cambió de parecer, aunque Verónica le contó que estuvo a punto de morir.

Desesperada, Verónica buscó ayuda entre sus amigas. Una le prestó la llave de su piso vacío, otra le dio dinero, y una tercera le ayudó con la mudanza. En cuestión de semanas, Verónica presentó el divorcio y huyó de la casa de Nicolás. Lidia, como siempre, reaccionó con sorpresa:

¡Qué bien! Ese hombre era un tirano. No me gustó nunca, ¿recuerdas que te dije que los hombres normales no actúan así?

Verónica quedó perpleja. La madre había dicho una cosa, luego otra. Cuando le preguntó si había sido ella quien la había disuadido de divorciarse, Lidia respondió:

No sabía que tenías a quien acudir. ¿A dónde irías? Yo ya soy mayor, no tengo espacio y ser madre soltera me cuesta la vida.

En ese instante Verónica comprendió que la cambio de zapatos de su madre no era cuestión de conveniencia, sino de comodidad personal: comprar ropa barata, rechazar a sus amigas, impedir el divorcio para que no volviera al hogar del padre del niño.

Han pasado dos años. Verónica sigue en contacto con Lidia, pero ya no le confía sus asuntos ni le pide consejo. Ya no visita su casa y, aunque el trabajo y el dinero son difíciles, su alma está más ligera.

Una tarde, el teléfono sonó:

Verito me he quedado sin medicinas, ni comida. ¿Puedes pasar una hora? dijo mi madre, con la voz rasposa.

Yo, con una ceja alzada, pensé en el niño y en la necesidad de ayudar.

Dime qué medicinas necesitas y las pidorespondí.

El silencio se hizo presente. Lidia, esperanzada, quería otra respuesta.

No necesito entregas, solo quería verte. Quizá son mis últimos díasañadió, con un suspiro.

Mamá, siempre he tratado de ayudarte, pero ser madre soltera es una carga que entiendo. Darte medicinas y comida es mi deber, pero estar a tu lado requiere confianza, y yo ya no confío en tus cambios de posturale contesté.

Desde entonces Verónica elige con cautela a quién confiar. Yo también, al observar su historia, he aprendido una lección que quiero guardar siempre:

**La única guía que debe seguir uno es la voz interior; la lealtad familiar no siempre equivale a sabiduría, y confiar en uno mismo es el primer paso para no perderse.**

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MagistrUm
Y desde el principio, no me cayó bien