—¿Quién eres tú?

**Diario de un hombre**

¿Quién eres? preguntó Julia, paralizada en la puerta de su propio piso, sin creer lo que veían sus ojos.

Frente a ella se encontraba una mujer desconocida de unos treinta años, con una coleta pequeña, y detrás de ella, dos niñosun chico y una chicaque miraban con curiosidad a la inesperada visitante.

En el recibidor había zapatillas ajenas, en el percolador colgaban chaquetas que no reconocía, y de la cocina llegaba el aroma de una olla de cocido.

¿Y usted quién es? La mujer frunció el ceño, protegiendo instintivamente al niño más pequeño. Vivimos aquí. Gregorio nos dejó entrar. Dijo que la dueña no pondría objeciones.

¡Este es MI piso! La voz de Julia temblaba de indignación. ¡Y yo jamás les di permiso para vivir aquí!

La mujer parpadeó, desconcertada, mirando los juguetes esparcidos por el suelo, la ropa infantil secándose en la cocina, como si buscara pruebas de su derecho a estar allí.

Pero Gregorio Martín dijo Somos familia suya Dijo que usted no se opondría, que era buena y comprensiva

Julia sintió una ira indescriptible y una sacudida de frío, como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua helada.

Cerró la puerta lentamente y se apoyó contra ella, tratando de ordenar sus pensamientos. Su hogar, su espacio, su vida y de pronto, se sentía una extraña en él.

Hace un año, todo era distinto. Julia disfrutaba de unas merecidas vacaciones en la costa tras finalizar un complicado proyecto de restauración de un edificio histórico en el centro de Toledo.

A sus treinta y cuatro años, era una arquitecta exitosa, acostumbrada a valerse por sí misma.

Su carrera ocupaba gran parte de su vida, y no se quejabael trabajo le daba satisfacción y unos ingresos estables.

Conoció a Gregorio una tarde bochornosa de agosto, paseando por el malecón. Era un hombre encantador, algo mayor que ella, con una sonrisa cálida y ojos marrones atentos.

Divorciado desde hacía tres años, con dos hijosun chico de diez y una niña de siete, trabajaba como jefe de obra en una gran constructora.

Gregorio la cortejó con estilo y romanticismoflores cada día, cenas en restaurantes con vistas al mar, largos paseos bajo las estrellas.

Eres especial decía él, besándole la mano con ternura. Inteligente, independiente, hermosa. Hacía tiempo que no conocía a una mujer tan íntegra. Sabes lo que quieres de la vida.

Julia se derretía con sus palabras y atenciones. Tras una serie de relaciones fallidas con hombres que o bien se intimidaban por su éxito o intentaban competir con ella, Gregorio parecía un regalo del destino.

Respetaba su trabajo, preguntaba con interés por sus proyectos, la apoyaba cuando los clientes exigían lo imposible.

Me gusta que seas fuerte le decía, pero sin perder tu feminidad, tu ternura, tu sensibilidad.

Las vacaciones terminaron, pero la relación continuó. Gregorio viajaba a Toledo para verla; ella, a Valencia, donde él vivía. Videollamadas, mensajes, planes de futuro.

Ocho meses después, le pidió matrimonio en el mismo lugar donde se habían conocido.

La boda fue sencilla pero emotiva. Julia se mudó a Valencia con su marido, encontró trabajo en un estudio local y dejó su piso en Toledo vacío.

Ahora somos una familia decía él, abrazándola con fuerza. Mis hijos son los tuyos, mis problemas, los tuyos. Juntos lo superaremos todo.

Al principio, Julia era feliz. Disfrutaba de la sensación de tener un hogar, del calor familiar, de las voces de los niños en casa.

Ayudaba a Gregorio con ellos, les compraba regalos, pagaba sus actividades extraescolares, los llevaba al médico.

Pero poco a poco, algo empezó a cambiar.

Primero fueron pequeñas cosasGregorio sacaba dinero de su cuenta sin avisar. «Se me olvidó preguntarte, perdona», decía cuando ella veía los cargos.

Luego, empezó a pedirle ayuda con la manutención de su exmujer.

Tú lo entiendes argumentaba, encogiéndose de hombros con una sonrisa culpable. Los niños no tienen la culpa de que este mes no me hayan pagado a tiempo.

Y ahora mismo ando justo en el trabajo, hay retrasos con el sueldo.

Julia entendía y quería ayudar. Amaba a Gregorio y se había encariñado con sus hijos.

Pero con el tiempo, las peticiones se volvieron constantes y cada vez mayores

Pagar un viaje de los niños a casa de su abuela en Zaragoza, comprar ropa de invierno, abonar un campamento de verano, contratar un profesor particular de matemáticas.

Lo peor fue cuando Gregorio empezó a transferir dinero a su exmujer directamente desde la cuenta de Julia, sin siquiera avisarla.

Son nuestros hijos ahora se justificaba cuando ella protestaba al descubrir otro movimiento. Tú los quieres.

Además, ganas más que yo. ¿Te cuesta tanto ayudar?

No es cuestión de que me cueste respondía ella con calma pero firmeza. Es mi dinero, y podrías hablarlo conmigo antes.

Claro, claro. La próxima vez lo haré.

Pero la próxima vez era igual que la anterior.

Julia empezó a sentirse no como una esposa, sino como una fuente de ingresos conveniente. Nadie preguntaba su opinión; simplemente, la ponían ante hechos consumados.

Y cada vez que intentaba protestar o hablar del presupuesto familiar, Gregorio la acusaba de ser fría, egoísta y reacia a formar una verdadera familia.

Pensé que eras diferente decía con amargura. Creí que el dinero no era lo importante para ti

Aquel día de mayo, cuando decidió visitar a su madre enferma en Toledo y pasar por su piso para revisarlo, Julia aún albergaba esperanzas de que todo mejorara.

Quizá un tiempo separados les ayudaría a reflexionar y encontrar un compromiso.

Pero lo que encontró en su piso superó sus peores temores.

El lugar estaba desordenado y lleno de señales de ocupación. En la cocina había platos sin lavar, en el baño colgaba ropa ajena, y en su dormitorio había una cuna infantil.

Sobre la mesa, facturas de servicios impagadas por más de mil euros.

¿Cuánto tiempo llevan aquí? preguntó Julia, conteniendo el grito que le ardía en la garganta.

Tres meses respondió la mujer, aún sin entender la gravedad. Gregorio Martín dijo que podíamos quedarnos hasta encontrar algo propio.

Pagamos, claro. Seiscientos euros al mes. Él aseguró que usted estaba de acuerdo, que tenía un gran corazón.

Julia sacó el teléfono con manos temblorosas y marcó el número de su marido.

Gregorio, ¿en qué momento pensaste preguntarme? estalló sin saludar. ¿Has metido a una familia en mi piso sin decirme nada?

¿Y dónde está el dinero del alquiler? ¡Mil ochocientos euros en tres meses!

Julia, no hace falta gritar su voz sonaba a disculpa forzada. Son familia lejana, Lucía y los niños. No tenían dónde ir.

Tú no vives ahí. ¿Tan malo es ayudar? El dinero lo guardaba para unas vacaciones en Grecia, quería darte una sorpresa.

En ese momento, algo dentro de Julia se rompió. No de rabia, sino de claridad helada.

Entendió que, para Gregorio, no era su esposa, sino un recurso útil.

Su piso, su dinero, su vidatodo estaba a su disposición, y ni siquiera consideró necesario consultarla.

Gregorio dijo con voz tranquila pero de acero. Tus familiares tienen una semana para desalojar

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MagistrUm
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