Álvaro le tendió a Begoña una botella de agua. Ella la tomó con las manos temblorosas y salió del coche. Él se subió al asiento del conductor, arrancó el motor y, sin decir nada, se dio a la fuga, dejándola sola al borde del pinar.
Begoña se lavó la cara, recogió el pelo despeinado, ajustó la ropa y, con pasos lentos y vacilantes, se encaminó hacia la ciudad.
La chica venía de un pueblo de la provincia de Cuenca para estudiar veterinaria. Estaba ya en el último curso del Instituto Superior y sus notas mostraban que se lo tomaba en serio. Quería una profesión que le permitiera escapar de la casa pobre, de unos padres que vivían entre la resaca y la lucha por conseguir dinero para la próxima botella de aguardiente, y al mismo tiempo estar cerca de los animales a los que adoraba.
Aquella noche unas compañeras la invitaron a una fiesta en la casa de un estudiante de familia acomodada. Al principio se negó, pero después pensó que un poco de diversión no le vendría mal. La reunión era numerosa, con música a todo volumen, algo que a Begoña no le gustaba mucho. Así que pasó la mayor parte de la velada en la terraza, con un vaso de zumo en la mano, contemplando el lago.
Álvaro le propuso dar una vuelta en coche por la ciudad iluminada y alejarse del bullicio. Begoña aceptó, pero pronto se dio cuenta de que había cometido un error. La llevó fuera de la urbe y la tiró al asiento trasero
Los recuerdos de ese trayecto le surgían como destellos, y cada músculo le dolía. No recordaba cómo llegó al dormitorio del residuo universitario. Se encerró en la habitación, se dejó caer sobre la cama y, entre sollozos, se quedó dormida en un sueño profundo y angustioso.
Se perdió varios días de clase. Pensó en qué hacer. ¿Ir a la policía? Nadie la había obligado a subir al coche, lo había hecho por su propia inocencia. ¿Buscar consuelo en su madre? Sus padres estaban atrapados entre la borrachera y la búsqueda constante de dinero para más licor, así que no podía contar con ella. Begoña quedó sola, con dolor y humillación.
Pasaron meses y casi se recuperó. Volvió a asistir a clases, a charlar con las compañeras del piso y a intentar no pensar en aquella noche. Y casi lo logró.
Una mañana se despertó con náuseas, corrió al baño a golpe de pies y se lo tomó por una comida rápida que había sido mala. Pero volvió a pasar, y otra vez. Tenía apenas 17 años cuando empezó a entender que algo no iba bien. Unas horas después, con una tira de prueba en la mano, Begoña estaba pálida como una pared. Estaba embarazada
No quiero a este niño. No será mío. Cada segundo me recordará lo que pasó. Lo odio pensaba, sin saber si sentía miedo o asco.
Lo único que deseaba era deshacerse de él cuanto antes, así que ese mismo día fue a la clínica.
Mira, niña, el procedimiento es sencillo le dijo la doctora, pero tienes que saber que no quiero ir a juicio. Eres menor y sin el permiso de tus padres ni de la policía nada se puede hacer.
De acuerdo, iré con mi madre mañana.
Begoña salió del consultorio sabiendo que su madre, siquiera cuando estuviese sobria, no la llevaría a ningún sitio. Le quedaban siete meses para ser mayor de edad y seis para la fecha prevista de parto, así que no le quedaba otra cosa que aceptar que el bebé seguiría dentro de ella.
Pues ya veremos. No lo quiero. Lo daré a luz y me libraré. Inventaré algo.
Los días se convirtieron en meses. Begoña terminó los estudios y se alegró de que su vientre apenas se notara, aunque ya estaba en el quinto mes. Consiguió trabajo como auxiliar en una clínica veterinaria y se mudó a un pequeño piso en las afueras de Madrid. Cada día recibía más tareas, y cada una se volvía más complicada.
Una mañana, antes de ir a la clínica, sintió un fuerte tirón en el abdomen y la espalda se le partió de dolor.
No puede ser, aún es muy pronto pensó, pero el bebé ya estaba impaciente.
Todo sucedió tan rápido que no tuvo tiempo de reaccionar. En pocas horas ya sostenía al niño en sus brazos. El niño gime un poco y luego se queda dormido, como si supiera que cualquier ruido solo irritaría a su madre.
Aunque era veterinaria, sabía cómo atenderse a sí misma, así que no llamó a emergencias y se ocupó sola. Se tumbó en la cama, con el pequeño envuelto en una manta. Intentó alimentarlo, intentar cogerlo de nuevo, pero sus fuerzas le fallaban.
Despertó en medio de la noche, con el bebé aún allí, respirando tranquilo bajo un suave edredón.
Lo siento le dijo, mirando al niño, no puedo.
Quitó del cuello el crucifijo que le había regalado su abuela. La anciana siempre le decía que con él estaría bajo protección y la pequeña Begoña creía en ello.
Que se quede contigo. No me ha servido a mí, pero quizá a ti te ayude susurró y colocó el crucifijo sobre el bebé.
Se sentía asqueada, pero no iba a retroceder. El niño no la quería
La envolvió más bajo la manta y se dirigió al supermercado más cercano. Cogió un carrito, puso al pequeño dentro y salió sin mirar atrás.
Volvió a casa, hizo las maletas y se dirigió a la estación. En una hora estaba ya en el tren que la llevaría a la nada. Lo importante era alejarse de todo lo que le recordara lo ocurrido. Un nuevo destino, una nueva vida, sin espacio para ese horror.
Diez años después…
Begoña había conseguido todo lo que había soñado, o casi. Llevaba seis años casada, había abierto su propia clínica veterinaria y todo parecía perfecto, salvo un pero. Por mucho que se esforzara, por más pruebas y tratamientos, no lograba darle a su marido el hijo que deseaban.
Es karma pensaba, el destino me castiga por los errores del pasado.
Una tarde, al llegar a casa, vio a su marido, Alejandro, con el ceño fruncido en la cocina.
Ale, ¿qué ocurre? preguntó ella.
Begoña, tengo que contarte algo. No lo dije antes, pero ya no hay vuelta atrás
No me des la vuelta, dime de una vez.
Tengo otra mujer.
¿Qué? Begoña se quedó helada, apoyándose en la silla.
Y está embarazada.
Entonces, ve con ella. Tú siempre has sido muy correcto replicó, aunque por dentro sentía que se lo merecía.
Mientras Alejandro recogía sus cosas, Begoña reflexionaba sobre cómo el destino la estaba castigando por lo que había hecho años atrás. No podía volver a ser madre y eso era su pena, una especie de justicia poética por haber rechazado la maternidad de forma tan brutal.
Su marido la dejó. ¿Dolor? Sí. ¿Mago? No, ahora era una mujer adulta capaz de cuidarse sola. ¿Y el niño que quedó en el carrito del supermercado? Un pequeño indefenso, abandonado.
El sonido de la puerta cerrándose la sacó de sus pensamientos. Alejandro se había marchado.
Doctora Begoña, tiene su primera cita a las nueve anunció la recepcionista, también su asistente.
Gracias, María. Me cambiaré y estaré lista. Que empiecen.
Al cabo de unos minutos, Begoña entró en su amplio y luminoso consultorio donde había un hombre con un gato en brazos. A su lado, un niño acariciaba al animal asustado.
Ahora, Tomás, te van a atender, ¿vale? le dijo el hombre. Yo soy el Dr. Ignacio.
Begoña tomó al gato y empezó el examen.
Este gato lleva ya tiempo con nosotros. Mi esposa lo encontró en la calle y lo adoptó. Desde que se fue, mi hijo no lo suelta. No camina, no juega, está muy decaído. Sé que es viejo, pero por favor, ayúdenlo.
Claro respondió Begoña, cuando de repente el gato se escapó y empezó a correr por toda la sala, maullando.
Giró en círculos, se metió bajo la mesa y empezó a bufar cada vez que ella se acercaba.
Déjame a mí. No me hará daño propuso el niño, subiendo rápidamente bajo la mesa y abrazando al revoltoso felino.
En ese momento, un pequeño crucifijo cayó de bajo la camisa de Begoña, el mismo que había dejado al niño años atrás.
¡Mira! exclamó el chico. Tomás está bien, ya está feliz.
Begoña escuchaba la charla, pero en su cabeza giraba una sola frase: «Esto no puede ser».
Señor, ¿puede explicarme de dónde sacó el crucifijo? preguntó el Dr. Ignacio, mirando a Begoña.
Perdón, ¿qué importa? contestó ella, sin saber bien por qué estaba revelando todo.
Sin pensarlo mucho, empezó a contarle al médico su historia: el conductor que la violó, los padres problemáticos, el embarazo no deseado, el crucifijo que había puesto al niño. No omitió nada.
El doctor la escuchó en silencio. Cuando Begoña terminó, esperó alguna reacción, pero él siguió mirando al vacío. Permanecieron en silencio durante diez minutos.
Nosotros estuvimos casados seis años y nunca tuvimos hijos dijo el Dr. Ignacio. Los médicos nos dijeron que no había esperanza, que dejáramos de gastar en tratamientos. Decidimos adoptar. Ese mismo día fuimos al orfanato y conocimos a Graciano, tenía tres años y ya era un niño alegre. Lo adoptamos como propio. El año pasado perdí a mi esposa y quedé solo con él. No le he contado que es adoptado. Es mi hijo. Pero ahora entiendo que también es el tuyo.
No pienses que quiero nada de ti respondió Begoña. Tomé la peor decisión de mi vida, me vi obligada y desde entonces me he odiado. Ahora no quiero romperle la vida otra vez. No esperaba volver a sentir nada por él después de tantos años, pero me equivoqué. Él es un niño maravilloso, pero ya no es mi hijo.
El silencio volvió a llenar la habitación. Desde la puerta se oía la risa de Graciano y las lágrimas empezaron a deslizarse por las mejillas de Begoña.
Sé que no puedes fingir que nada ha pasado, y yo tampoco dijo el doctor. No le diremos nada al niño, pero siempre podrás venir y estar con él, si lo deseas.
Begoña levantó los ojos, ahora llenos de lágrimas.
¿Puedo?
Claro, Graciano será feliz con su propio doctor. Puedes venir cuando quieras.
¿Mañana? dijo, tomando una respiración profunda. He perdido tanto tiempo, tengo que ponerme al día.
Pasaron dos años.
Hoy Graciano presenta a Tomás a su hermanita menor y Begoña y el Dr. Ignacio observan con ternura a sus hijos
Y así sigue la vida, con sus vueltas inesperadas, sus heridas que nunca cierran del todo y con la esperanza de que, al final, todo encuentre su cauce.







