Luzia tenía sobrepeso: a sus treinta años pesaba 120 kg y se sospechaba de problemas metabólicos. Vivía en un pueblo olvidado y remoto, donde viajar a ver especialistas era costoso y distante.

Recuerdo, como quien mira a través del tiempo, la vida de Begoña García, una mujer de treinta años cuyo cuerpo pesaba ciento veinte kilos, una carga tan imponente como una fortaleza que la separaba del mundo. Supuse siempre que la raíz del mal estaba en alguna enfermedad oculta, tal vez un trastorno metabólico, pero el solo pensar en viajar a la gran ciudad para acudir a un especialista me parecía una quimera: lejos, humillante de costo y, sobre todo, inútil.

Begoña habitaba aquel pueblecillo olvidado en la llanura de Castilla, una diminuta población que parecía la última mota en el mapa. Allí el tiempo no corría a relojes, sino a estaciones. Se quedaba atrapado en los duros inviernos, se deshacía con un crujido al llegar la primavera, se adormecía bajo el sofocante calor del verano y se moría bajo la melancolía de los lluviosos otoños. En ese fluir lento y denso se sumergía la existencia de Begoña, a quien todos la llamaban simplemente Begoña.

Su vida, a sus treinta años, parecía estar estancada en el lodazal de su propio cuerpo. Los ciento veinte kilos que llevaba sobre sus hombros no eran mera cifra; eran un muro de carne, cansancio y una silenciosa desesperación. Creía que el origen estaba dentro de ella, una avería interna, pero desplazarse a la capital para buscar ayuda era impensable: era un viaje costoso, un insulto a su dignidad y, a su parecer, una pérdida de tiempo.

Trabajaba como cuidadora en la guardería municipal Campanilla. Sus jornadas estaban impregnadas del aroma del polvo infantil, de la avena cocida y de los suelos siempre húmedos. Sus grandes y extraordinariamente tiernas manos sabían consolar a un niño que lloraba, arreglar diez cunas en un abrir y cerrar de ojos y limpiar una gota de agua sin que el pequeño sintiera culpa. Los niños la adoraban, buscaban su suavidad y su cariño sereno. Pero la sonrisa que se posaba en los ojos de los pequeños era un modesto pago por la soledad que la aguardaba más allá del portal de la guardería.

Begoña vivía en un antiguo bloque de ocho viviendas, legado de los años de la posguerra. El edificio crujía bajo los vientos nocturnos y sus vigas protestaban cuando soplaba con fuerza. Dos años antes, su madreuna mujer cansada y enclenquehabía fallecido, enterrando en esas paredes los últimos sueños de la familia. Su padre jamás la conoció; había desaparecido de sus vidas cuando Begoña era una niña, dejando tras de sí sólo polvo y una vieja fotografía.

La vida cotidiana era dura. El agua fría salía en chorretes oxidados del grifo, el único aseo era una letrina en la calle que, en invierno, parecía una caverna helada, y el calor veraniego ahogaba las habitaciones. Pero el verdadero tirano era la estufa de leña. En invierno devoraba dos furgonetas llenas de leña, absorbiendo los últimos restos del escaso sueldo de Begoña. Pasaba largas noches observando el fuego tras la puerta de hierro, sintiendo que la estufa devoraba no sólo la leña, sino también sus años, su energía y su futuro, convirtiéndolos en ceniza fría.

Una tarde, cuando el crepúsculo se había espesado y llenaba su cuarto de una melancolía grisácea, ocurrió un milagro pequeño, casi imperceptible. No fue estruendoso ni grandilocuente, sino silencioso, como el sonido de las alpargatas de su vecina Nuria, que tocó la puerta de Begoña.

Nuria, la conserje del hospital del pueblo, una mujer con el rostro surcado por arrugas de preocupación, sostenía en sus manos dos billetes crujientes.

Begoña, perdona, te lo ruego. murmuró, introduciendo los billetes en la mano temblorosa de Begoña. Doscientos euros. No los tengo para llorar, perdona.

Begoña quedó petrificada ante aquel dinero, una deuda que había considerado perdida hacía dos años.

No, Nuria, no tienes que empezó a decir. No había necesidad…

¡Claro que sí! interrumpió la vecina con vehemencia. Ahora tengo dinero. Escucha…

Bajo la voz, como si revelara un secreto de Estado, Nuria empezó a contar una historia increíble: los marroquíes habían llegado al pueblo buscando soluciones rápidas. Uno de ellos, al verla mientras barría la calle, le propuso un trabajo extraño y alarmantequincecientos euros.

Necesitan la nacionalidad, rápido. Viajan por nuestros pueblos buscando novias ficticias para casarse explicó Nuria. Ayer me ofrecieron a mi sobrino Rachid, quien está aquí para una visita. Mi hija Luz aceptó, necesita un abrigo nuevo para el invierno. ¿Y tú? Mira la oportunidad. ¿Necesitas dinero? ¿Y quién se casará contigo?

La frase final no surgió del rencor, sino de una cruda y amarga sinceridad. Begoña sintió, por un instante, el habitual dolor bajo su corazón, pero también una chispa de esperanza. No había un matrimonio real a la vista; los pretendientes eran inexistentes. Su mundo estaba confinado a la guardería, al pequeño comercio y a esa habitación con la hambrienta estufa. Pero los quincecientos euros podían comprar leña, tal vez poner papel tapiz nuevo y alejar la melancolía de esas paredes desencarnadas.

Está bien dijo Begoña en voz baja. Lo acepto.

Al día siguiente, Nuria trajo al candidato. Cuando Begoña abrió la puerta, un sobresalto la hizo retroceder, deseando ocultar su corpulenta figura. Ante ella estaba un joven alto y delgado, con el rostro aún no marcado por la dureza de la vida, y unos ojos oscuros y tristes.

¡Dios mío, es un niño! exclamó Begoña.

El joven se enderezó.

Tengo veintidós años declaró con claridad, sin acento, apenas con un leve suspiro melódico.

¡Mira! se apresuró Nuria. Mi sobrino es quince años menor que yo, y la diferencia entre vosotros es nada¡ocho años!. ¡Un hombre en su primavera!

En el registro civil no quisieron formalizar el matrimonio de inmediato. La funcionaria, con traje severo, los miró con sospecha y anunció que la ley exigía un mes de espera para que lo piensen. Los marroquíes, habiendo concluido su parte del negocio, se marcharon, pues debían volver al trabajo. Antes de partir, Rachidasí se llamaba el jovenpidió el número de teléfono de Begoña.

Es triste estar solo en una ciudad ajena expuso, y en sus ojos Begoña vio el mismo sentimiento de pérdida que ella conocía bien.

Comenzó a llamar cada tarde. Al principio los llamados eran breves y torpes; luego se alargaron. Rachid resultó ser un conversador sorprendente. Hablaba de sus montañas, del sol que allí era distinto, de su madre a quien amaba con locura, de su llegada a España para ayudar a su familia. Le preguntaba a Begoña por su vida, por el trabajo con los niños, y ella, para su sorpresa, le contaba; no se quejaba, sino que relataba anécdotas divertidas de la guardería, de su casa, del perfume de la primera tierra primaveral. Se descubría riendo al teléfono, como una joven, sin pensar en el peso de su cuerpo ni en los años que llevaba.

Ese mes aprendieron el uno del otro más que muchos matrimonios en años. Cuando el tiempo se cumplió, Begoña, con su único vestido plateado, que le quedaba justo, sintió una extraña mezcla de nerviosismo y emoción. Los testigos fueron los compatriotas de Rachid, jóvenes serios y bien puestos. La ceremonia fue rápida y sin dramatismo para los funcionarios, pero para Begoña fue un destello: el brillo de los anillos, las frases oficiales, la sensación de irrealidad.

Al concluir, Rachid la acompañó a su casa. Al entrar, le entregó un sobre con el dinero prometido. Begoña lo tomó, sintiendo una extraña pesadezel peso de su decisión, de su desesperación y de su nueva función. Luego sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo. Dentro, sobre terciopelo negro, reposaba una delicada cadena de oro.

Es un regalo para ti dijo en voz baja. Quise comprar un anillo, pero no sabía la talla. Yo no quiero irme. Quiero que seas realmente mi esposa.

Begoña quedó paralizada, sin palabra.

Este mes escuché tu alma al teléfono prosiguió él, con los ojos ardiendo de una llama adulta. Es buena, pura, como la de mi madre. Mi madre falleció; fue la segunda esposa de mi padre y él la amó mucho. Yo te he amado, Begoña, de verdad. Déjame quedarme aquí, contigo.

No era una petición de matrimonio de conveniencia; era una oferta de mano y corazón. Y Begoña, al ver esos ojos honestos y tristes, percibió en ellos no lástima, sino el respeto, la gratitud y una ternura que hacía tiempo no sentía.

Al día siguiente, Rachid volvió a su tierra, pero ahora la despedida era solo el inicio de una espera. Él trabajaba en la capital con sus compatriotas, pero cada fin de semana regresaba a Begoña. Cuando ella supo que esperaba un hijo, Rachid tomó una decisión más: vendió parte de su participación en el negocio familiar, compró una furgoneta segunda mano y volvió al pueblo para siempre. Se dedicó al transporte de personas y mercancías al centro del municipio; su labor prosperó rápidamente gracias al esfuerzo y la honradez.

Con el tiempo nacieron dos hijos, tres años después del primero. Dos niños morenos, de ojos como los de su padre y la alegre expresión de su madre. La casa se llenó del ruido, risas y el perfume de una vida familiar auténtica. Su esposo no bebía, no fumabala religión lo prohibíay era un trabajador incansable que miraba a Begoña con tal amor que las vecinas apenas podían soportar la envidia.

La diferencia de ocho años se desvaneció bajo esa entrega, volviéndose invisible. Lo más sorprendente fue la propia Begoña. Como si floreciera desde dentro, el embarazo, el matrimonio feliz y la responsabilidad de cuidar a una familia provocaron una transformación del cuerpo. Los kilos de más se fueron desvaneciendo día a día, como si fueran una cáscara innecesaria que protegía una criatura delicada hasta el momento justo. No siguió dietas; simplemente la vida se llenó de movimiento, cuidados y alegría. Su figura se afinó, sus ojos relucieron y su paso ganó firmeza.

A veces, al calor de la estufa que ahora Rachid aviva con mesura, Begoña observa a sus hijos jugar sobre la alfombra y percibe la mirada llena de admiración de su marido. Rememora aquel extraño atardecer, los doscientos euros, a Nuria y el milagro de una puerta que se abrió para dejar entrar a un desconocido de ojos tristes, quien le regaló no un matrimonio de fachada, sino una vida nueva, verdadera, plena.

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Luzia tenía sobrepeso: a sus treinta años pesaba 120 kg y se sospechaba de problemas metabólicos. Vivía en un pueblo olvidado y remoto, donde viajar a ver especialistas era costoso y distante.