La Soledad: Un Viaje a Través del Alma

26 de octubre.
Hoy el silencio volvió a envolverme como esa sombra que nunca se despide. Me encontré con el joven caballero que había aparecido en la plaza de la Puerta del Sol, y, como siempre, la frase que me lanzó fue la misma: ¿Qué haces sola, Cayetana?. Me recordó que el hombre no está hecho para andar sin compañía y que la mujer siempre debe estar al lado de un hombre, como si fuera una regla escrita en piedra. Me reí, pero la verdad me golpeó: la soledad es una pesadilla que nadie quiere reconocer.

María, mi vecina, siempre se ríe diciendo que la soledad es una cosa peligrosa. Sus ojos se cruzan con los míos y, sin querer, me recuerda a esas charlas de infancia cuando jugábamos a la pelota en el patio del edificio. Ella, con su voz aguda, insiste en que la soledad es como un pozo sin fondo, y que solo cuando se quiere dar de beber a alguien, el agua tiene sentido. Me pregunto dónde quedará ese pozo.

El recuerdo de mi viejo marido, que se fue hace diez años, se hace presente entre el polvo de la habitación. Él llegó a mi vida cuando todavía era una niña y, en un arranque de amor, nos casamos, aunque nunca hubo un verdadero vínculo. Cuando descubrí su infidelidad, lo confronté y él, con palabras vacías, intentó convencerme de que una vez basta. Yo, con la dignidad intacta, me alejé. El matrimonio se desmoronó y los niños se dispersaron: el hijo mayor se quedó trabajando en una fábrica de calzado en Valencia; la hija, después de casarse rápidamente, se mudó a Alemania con su marido. Yo, sola, me quedé en un pequeño y lúgubre apartamento en el centro de Madrid.

A pesar del vacío, la rutina no me abandona. Tengo un trabajo como administrativa en una pequeña empresa de importación de alimentos, y con el sueldo de 1200euros al mes consigo mantener una vida aceptable. Mis días transcurren entre la lectura de novelas de misterio, largas caminatas por el Retiro, clases de yoga y algún que otro viaje improvisado a la sierra de Guadarrama con amigos. Así, el tiempo pasa sin que la soledad me aplaste.

Esta mañana, María, con su característica voz rasposa, me dio un consejo que resonó como una canción popular: Mira, Cayetana, busca a un buen marido, que sea honesto, con una casa grande, con gallinas, cabras y cerdos. Que te dé leche, huevos y carne. Que no te falte nada. Yo le respondí con una sonrisa forzada, aceptando que quizá la solución sea tan simple como buscar un vecino bueno, aunque yo no haya prometido nada.

Al día siguiente, en la cafetería de la Gran Vía, conocí a Iván, un chico robusto y de aspecto de obrero que trabajaba en la construcción de un nuevo bloque de viviendas. Era musculoso, con manos curtidas y uñas limpias, siempre con una sonrisa de medio lado. Me contó que necesitaba una mujer que le ayudara a cuidar la granja que había heredado en Castilla-La Mancha: vacas, ovejas, gallinas y huertas. Pensé que tal vez su compañía aliviaría mi soledad, pero a la vez sentí que su vida estaba demasiado lejos de la mía.

Mientras Iván me describía su granja, supe que la idea de convertirme en su esposa significaba mudarme a un campo donde el ruido sonaba a tractor y la luz del sol entraba por las rendijas de la ventana. Me recordó a los cuentos de la infancia, cuando los abuelos hablaban de la vida del campo como un paraíso. Sin embargo, la idea de dejar mi trabajo, mis lecturas y mis paseos por la ciudad me llenaba de dudas.

Después de la charla, regresé a mi piso y me senté a reflexionar. Tengo una pequeña granja urbana en el barrio de Lavapiés, donde cultivo tomates y hierbas aromáticas; una bicicleta que compré hace ocho años y que aún uso para ir al mercado; y una vieja furgoneta que guardo para escapadas improvisadas. No tengo mucho, pero tampoco estoy desprovista de nada. ¿Qué deseo realmente? ¿Una compañía que me rescate del vacío o la libertad de seguir mi propio camino?

Con el almuerzo preparado, pensé en María y en sus palabras. Tal vez la solución no sea buscar a otro hombre, sino aceptar la soledad como una parte inevitable de la vida. La soledad puede ser una sombra, pero también una oportunidad para escucharse a sí misma. Decidí que, por ahora, seguiré trabajando, seguiré leyendo, seguiré cuidando mi pequeño huerto y, si algún día el destino me lleva a la granja de Iván, lo aceptaré sin presiones. Mientras tanto, la vida sigue su curso, y yo sigo anotando cada pensamiento en estas páginas, como quien guarda un tesoro invisible.

Cayetana.

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