Mi vida empezó con un rechazo, sin razón alguna. Mi madre dio a luz una madrugada, estuvo horas sudando, y sin meditar si el bebé respiraba o no, lo envuelvió en un trapo y le pidió al compañero de piso que lo tirara a la basura.
Mañana recogen la basura y ya nadie sabrá nada le dijo. Vete antes de que se despierten los vecinos.
Afortunadamente, los vecinos de la calle se levantaban temprano. El compañero, un hombre de pocas luces pero de buen corazón, no arrojó al recién nacido al contenedor; lo dejó a un lado, cubriéndolo con un viejo abrigo que alguien había tirado. Así el niño no se heló y esperó a que llegara la tía Valentina, que llevaba a pasear a su perra Lola. Lola, de repente, no aguantó más la necesidad de hacer sus necesidades y empezó a ladrar con una furia que casi la hacía perder el control. Valentina, sin más remedio, apretó la nariz mojada de Lola entre los dedos, la calmó un instante y salió al balcón con bata y chanclas, quejándose del regalo de aniversario de su marido, que, según ella, podía haber sido más sólido y menos «peludo».
Lola, liberada, corría en círculos por el patio, hacía sus cosas y, sin prestar atención a la fría mañana, se acercó al contenedor donde estaba el bebé envuelto. De pronto se detuvo, miró al niño y, con un ladrido que heló la sangre a Valentina, gritó:
¡¿A dónde vas, loca?! exclamó la tía, sin percatarse de que el bebé gemía.
El perro no quiso detenerse. Al girar alrededor del fardo, el niño emitió un gemido que hizo temblar el corazón de Valentina.
¡Dios mío! gritó ¿Qué es eso?
Movida por la curiosidad, Valentina apartó el abrigo, desdobló el trapo y, con el mismo clamor de Lola, llamó a los vecinos:
¡Civiles, ayudadme!
Su marido, el tío Miguel, dormía profundamente. Ni los ladridos de Lola, ni el taladro que los vecinos usaban sólo los domingos, ni los quehaceres de Valentina lograron despertarlo. Lo único que le agitó fue el llanto de su esposa.
¡Val! balbuceó, aún medio dormido, y se lanzó al patio en un calzón de seda que su mujer le había cosido, sin saber bien qué pasaba, pero convencido de que su esposa necesitaba auxilio.
Al ver al bebé, Miguel se despertó de golpe, dejando olvidado el plan de una tarde de barbacoa con su cuñado. Se quedó con el niño, lo abrazó y, sin decir una palabra, lo envolvió en el chal de su esposa y lo llevó al ascensor, mientras gritaba a Lola:
¡Vamos, perra!
La ambulancia llegó en pocos minutos y se lo llevaron al hospital. Valentina siguió llorando al hombro de su marido, después se levantó y preparó el desayuno, dándole a Lola casi toda la salchicha que quedaba en la nevera, por compasión.
Nadie sabe si Valentina sentía más lástima por la perra, por el bebé hallado al amanecer o por ella misma. El niño, llamado Javier Sánchez, quedó bajo la atenta mirada de enfermeras que lo describían como «una joya, casi un bebé de oro». Nadie sospechaba que tenía madre ni padre; sus progenitores, que habían dispersado a sus hijos por toda España, ni siquiera sabían de su existencia. El registro civil le puso el apellido Sánchez, como a los demás niños rechazados.
En el hospital lo cuidaron con mimo; no hacía berrinches, comía con apetito y dormía plácidamente, como si la vida le fuera una canción de cuna.
¡Qué niño más tranquilo! decían las enfermeras No llora, solo pide ayuda cuando la necesita.
Los niños de esa residencia hablaban entre ellos de cuán pronto lo adoptarán, pues era bonito y sano. Al fin y al cabo, ¿no aparecerían los padres?
Pero el destino, caprichoso como siempre, le arrebató al pequeño. Después de seis meses, la mujer que lo había acogido legalmente decidió que no quería criar a un hijo ajeno y lo devolvió al orfanato, como quien devuelve una pieza defectuosa a la tienda. El nuevo padre, que había esperado diez años para ser padre de verdad, se quedó sin hijos, y los médicos aseguraban que nunca sería posible.
Javier, como siempre, no comprendía nada de aquello; solo se lamentó de que dejaron de cantarle nanas por la noche. Con el tiempo, el recuerdo de esas voces se desvaneció, como suele pasar cuando la gente guarda lo bueno y sólo recuerda lo malo.
Al cumplir los tres años, volvió a tocar la puerta de la casa de Valentina y Miguel.
¡Yo soy Vova! declaró con seriedad, extendiendo la mano al hombre que quería ser su padre. ¡Otoño!
¿Qué ha pasado? preguntó el hombre, levantando una ceja, mirando a su esposa, tan perfecta que parecía sacada de una postal. No, no, necesitamos un niño sano. Este no sirve.
Javier solo quería compartir los aprendizajes que la niñera le había enseñado esa mañana, cuando ella, señalando la ventana, le decía:
Mira, Vova, el otoño ha llegado. La lluvia llora, las hojas forman una alfombra. Es bello, ¿verdad? El otoño será tu amiga. Naciste en septiembre; quizá la suerte te devuelva una familia.
La niñera, al oír eso, se afanó en buscar al niño, pero los interesados dieron la vuelta y se marcharon. El pequeño, sin entender quiénes eran esos potenciales, pronto olvidó el episodio.
La niñera, que se llamaba Marina, volvió al patio donde había encontrado a Javier años atrás. Allí estaba Valentina, como siempre, sacando a Lola al amanecer, mirando los contenedores y suspirando, como si el propio destino sintiera lástima por ella.
Valentina había sido una joven alegre, que estudiaba y trabajaba, soñando con un gran amor. No era una belleza deslumbrante, pero su madre siempre le decía:
Hija, si tienes defectos, tendrás virtudes. Tu pelo es grueso, tus ojos bonitos. No importa la talla de la cintura, lo importante es cómo te ves a ti misma.
Con el tiempo, Valentina se graduó, consiguió trabajo y, gracias al coche de segunda mano que sus padres le compraron, dejó de depender del escaso transporte público del pueblo. Condujo con ayuda de un mecánico llamado Miguel, y pronto conoció al propio Miguel, que se convirtió en su esposo.
El matrimonio transcurrió tranquilo: flores, chocolates, presentaciones a los padres. Cuando anunciaron que se casarían, la gente les felicitó:
¡Valentina, Miguel, sois una pareja perfecta!
Años después, los médicos les dijeron que no podrían tener hijos. Se miraron, suspiraron y, sin decir nada, se abrazaron, compartiendo el dolor en silencio.
¿Qué vamos a hacer, Miguel? preguntó Valentina.
Lo importante es que estamos juntos, mi amor.
El tiempo fue curando la herida y, con la llegada de la perra Lola al hogar, la vida parecía haberse asentado. Pero el destino volvió a intervenir cuando, una mañana de otoño, Lola ladró al borde de la calle, recordándoles aquel día en que había aparecido el niño.
Desde entonces, Valentina empezó a soñar con mañanas frescas de otoño, el olor a hojas húmedas y a escuchar el llanto de un bebé que la llamaba. Se despertaba sudorosa, intentando recordar qué debía hacer, y siempre encontraba a Miguel a su lado:
¿Qué sueñas, Val? le preguntaba.
Un sueño respondía ella, sin saber si era bueno o malo.
Valentina guardó el secreto, temiendo alarmar a su marido. Miguel, por su parte, también calló, pues no quería añadir más pesar a su esposa, que había sufrido al sostener a un niño ajeno que había sido descartado.
Un día, Lola desapareció. Valentina la buscó en el patio, bajo los arbustos, llamándola sin respuesta. Corrió a su casa y llamó a Miguel; juntos recorrieron los patios vecinos, sin hallar rastro.
Dos días después, Lola volvió cubierta de barro y empapada por la lluvia, pero viva.
¡Lola, mi alegría! exclamó Valentina, abrazándola. ¿Dónde has estado?
Lola lamió la nariz de Valentina, y el recuerdo de la pequeña cabeza del bebé que había sostenido unos minutos en sus manos volvió a la mente de Valentina.
¡Miguel! exclamó, y él ya corría a su lado, sabiendo que algo importante iba a suceder.
Esa misma noche Valentina le contó a Miguel todo: su miedo, su sueño, y el niño que habían encontrado una mañana de otoño con Lola.
¿Crees que lo han adoptado? preguntó, secándose las lágrimas con un paño.
No lo sé, Val. Pero puedo averiguarlo. Tengo amigos en la guardia civil que podrían informarnos. Si lo han tomado, ¡alabado sea! y si no
Miguel la abrazó, poniendo su hombro sobre ella, y dijo:
Vamos a dormir, que la mañana trae claridad.
Seis meses después, Javier, ahora llamado Vova, miró a los ojos de una mujer que ya no recordaría y extendió la mano a un hombre alto y robusto:
Yo soy Vova.
Miguel estrechó su mano con cuidado y miró a Valentina:
Basta de lágrimas, mujer. ¡Ya es hora de volver a casa!







