30 de octubre de 2025
Hoy la conversación con mi madre ha vuelto a dar la vuelta al mismo punto. «Una vivienda para dos, ¿y a mí qué?», me dijo sin siquiera preguntar. «Voy a pasar el contrato de la casa a Luz y me mudaré contigo. Ya vives solo», añadió Nina, como si fuera la única solución.
«¿De quién es esa voz de hombre que suena en tu sala?», le respondí con tono firme, como si tuviera trece años en lugar de treinta y dos. La madre, como siempre, me dejó sin opción: «Tenemos que hablar, en serio», y colgó al instante. Era su manera típica de señalar sin preguntar.
«¡Álvaro!», gritó Candelaria, lanzando el móvil al sofá. «¿Qué ha pasado?», preguntó él, entrando desde la cocina con dos tazas de café humeante. «Mi madre llega esta noche». Yo, sin ganas de intervenir, le dije: «¿Quieres quedarte?». Él negó con la cabeza: «No hace falta. lo arreglaré solo».
**Los fantasmas del pasado**
Los recuerdos son como fotografías en un álbum: algunos se desvanecen, pero lo esencial persiste. Tenía once años cuando mis padres se separaron. Luz, entonces una niña que jugaba con muñecas, ya había aprendido a leer entre líneas la conversación de los adultos.
«No puedo seguir, Alicia», decía mi padre, «esto ya no es matrimonio, solo queda una sombra». «¿Y los niños?», replicó mi madre, su voz como cristal roto. Tras el divorcio, papá recogió en silencio sus cosas: el sillón favorito, la taza golpeada, los libros todo desapareció poco a poco.
Yo me convertí en el puente entre dos mundos: la severa exigencia de mi madre y la calma resignada de mi padre. Luz decidió que papá era un traidor y mi madre una mártir.
**Vida adulta**
Me mudé a Madrid para estudiar. Trabajé duro, con la idea clara de tener algún día mi propio piso. Luz, por su parte, tomó algunos cursos, se hizo diseñadora de uñas y se casó casi al instante. Cuando papá falleció, sólo quedó el vacío y los recuerdos dulces.
Mi madre sólo aparecía para pedir dinero o quejarse: «Luz está embarazada, ayúdale. Torben (así la llamaban) gana poco y en el salón ni siquiera la contratan bien». Yo suspiraba, cansada. «Sabía en lo que se metía, esa era su decisión», me repetía a mí misma.
**Mi propio nido**
Pasaron los años y compré el piso que siempre soñé, solo, con esfuerzo y lágrimas. «Qué bonito apartamento», comentó mi madre al entrar, mirando cada rincón. «A Luz le vendría bien, en vez de vivir en una residencia con el bebé Y tú aquí, sola, en este palacio. No es justo». Yo le respondí: «He trabajado por esto, no por suerte».
Luego, años después, apareció de nuevo con una sonrisa: «He decidido que el piso será para Luz. Yo me mudaré contigo». Yo, sin pensarlo, contesté con un rotundo «no». «¿Qué significa no? Ya lo he decidido», replicó. «Entonces vete a vivir con Luz. Esto no es un hotel», añadió. «Eres tan fría como tu padre», le lancé. «Gracias. Él me amó y nunca puso condiciones», devolvió. La puerta se cerró de golpe, y quedó el silencio, pero también una extraña sensación de alivio.
El móvil vibró con un mensaje: «¿Cómo ha ido?». Respondí con una sonrisa interna: «Pasa por aquí. Te enseño a preparar tiramisú».






