Bueno, señor, vamos al nuevo lugar. Vivirás conmigo. Eso sí, el piso es pequeño, de una habitación, pero creo que cabremos.
Dios mío, tengo treinta y ocho años y vivo sola. En toda mi vida nunca le hice daño a nadie, ni pronuncié una palabra grosera. Todo lo que tengo lo he ganado con mi esfuerzo: un piso modesto, una casita en el campo.
No me quejo, mis padres siempre me ayudaron en lo que pudieron. Soy la quinta, la más pequeña. Tengo dos amigas de toda la vida, aunque nos vemos poco, pues están casadas.
No soporto cuando sus maridos, borrachos, empiezan con insinuaciones sobre cómo “aliviar mi soledad”, a escondidas de sus esposas.
Al final, les di una bofetada a cada uno y les dejé claro que el marido de una amiga no es hombre para mí. Gracias a Dios, lo entendieron.
Calló un momento, Esperanza, con melancolía en la mirada, volvió su rostro hacia la ventana y pensó en cuánta gente felizy desdichada como ellahabía más allá del cristal. Dirigiéndose de nuevo al sagrado rostro, continuó:
Nunca te he pedido nada, pero hoy vengo con humildad. Dame, Dios mío, lo que los hombres no me dan. Estoy cansada de la soledad. Envíame un animalito, una persona sin hogar, tal vez un huérfano.
Soy cobarde, Señor, insegura. Todos creen que soy hosca, ensimismada, pero en realidad solo soy indecisa. No sé qué decir, temo que se rían de mí.
Mi padre siempre me reprendía: “Cuídate, no nos avergüences”. Y así he vivido. Ayúdame, ilumíname, guíame por el buen camino. Amén.
Domingo. Amanecer primaveral. En la casa de enfrente, apenas unas ventanas tenían luz. Por primera vez en mucho tiempo, había rezado con el corazón abierto. Al apartarse del pequeño icono, sintió dos húmedos surcos en sus mejillas, de lágrimas que nunca antes había derramado.
Se las secó con el dorso de las manos, cogió dos pesadas bolsas de la compracon pintura para la valla y otras menudenciasy salió del piso.
Mi alegría era la casita de campo. Allí no me sentía sola: trabajaba, charlaba con las vecinas sobre la cosecha.
Las bolsas me arrastraban los brazos hacia el suelo, pero al menos vivía cerca de la parada. No había nadie. Esperé casi una hora. Pasaron dos autobuses llenos. Si el tercero también iba repleto, volvería a casa. No estaba destinado ir hoy.
Con tanta gente, no habría forma de regresar por la noche, y al día siguiente tenía que trabajar.
Pero ocurrió un milagro: un autobús abarrotado frenó, expulsó a un borracho entre protestas y, con alegría, me invitó a subir.
Jadeando, me abrí paso. Las puertas apenas cerraron, aprisionándome. El aire viciado y los olores mezclados casi me hicieron perder el conocimiento.
Cuarenta y cinco minutos después, estaba en mi querida casita. Para las tres de la tarde, mi espalda parecía ahumada y mi rostro, pálido como la nieve. Volví al cobertizo medio doblada, la espalda encorvada, los brazos colgando, la mirada apagada. ¡Qué bien se estaba!
Guiñándole a su reflejo en el espejo, se duchó rápidamente y decidió echarse un rato delante del televisor.
Se durmió casi al instante, agotada. Despertó a medianoche. Apagó la tele, puso el despertador y, ya en pijama, volvió a la cama. Pero el sueño no venía. Dio vueltas un rato, se levantó y preparó la comida para el trabajo.
Tras dos días laborales, volvió a la casita. Al entrar, se quedó pasmada: la tetera estaba caliente, su taza favorita esperaba con azúcar y una bolsita de té.
Incrédula, tocó la taza. Meneando la cabeza, salió al exterior y su mirada se clavó en la valla. ¿Pintada? No entendía nada.
La pregunta era obvia. ¿Quién? ¿Habría venido su madre? Se acercó, rozó la valla con un dedo. La pintura verde aún estaba fresca.
No era su madre. La vecina, la abuela Carmen, asomó entre las frambuesas. Esperanza la llamó:
¡Abuela Carmen!
Desde el interior de la casita vecina llegó una respuesta apagada.
¿Eres tú, Esperanza? Espera, ya salgo. ¡Qué desorden! ¡Nunca guardan nada donde debe ser!
La anciana apareció refunfuñando, secándose las manos en un delantal gastado.
Hola, niña. ¿Tan temprano hoy? ¿No trabajaste ayer? Veo que has pintado la valla.
Buenos días. Ayer trabajé. ¿No ha visto quién la pintó?
¿No fuiste tú? No he visto a nadie. Dormí aquí anoche. ¿Por qué ese susto? ¿Vino tu madre? Pero entonces, ¿por qué no me visitó? Siempre lo hace.
No lo entiendo. La valla está pintada, la tetera caliente, hay una taza preparada…
Espera. Vamos a ver.
La anciana cruzó decidida hacia la casita. Dentro, todo estaba en orden, aunque faltaban unos trozos de pan que Esperanza recordaba haber dejado.
¡Vaya! Parece que tienes un duendecillo.
¡Sí! Y que además lava los pinceles y los deja en orden.
¡Deja de darle vueltas! Llama a tu madre, si quieres yo lo hago.
¿Cómo no se le había ocurrido? Marcó el número con manos temblorosas. Tras varios tonos, la voz familiar respondió:
¿Tan temprano? ¿Qué pasa?
Hola, mamá. Estoy en la casita. Todo bien. ¿Viniste ayer?
No. ¿No quedamos? ¿Qué ocurre? Te noto rara. ¿Te robaron? Allí no hay nada de valor.
No, mamá. Alguien me ha pintado la valla.
Bendita sea la gente que ayuda. ¿Por qué te asustas? Da las gracias. Y ayúdalos tú también. Perdona, hija, tengo que irme. Tu padre y yo vamos al mercado.
Adiós, mamá. Saluda a papá.
Vale. Adiós.
La abuela Carmen, impaciente, preguntó:
¿Y?
No fueron ellos. ¿Será el abuelo Manuel? Cuando traje la pintura, bromeó con venir a ayudarme. Iré a darle las gracias.
Hazlo, niña. Cuando termines, ven a comer. Hice cocido.
Preguntó a todos los vecinos. Nadie sabía nada. Empezaron a reírse, sugiriendo que era obra de duendes.
En los dos días siguientes, nada ocurrió. Al irse, dejó medio pan, unas latas y una nota: “Gracias”.
El fin de semana siguiente voló a la casita con ilusión. El milagro se repitió: estantes nuevos, orden impecable, hasta los suelos relucían. Nadie había visto a nadie.
Empezó a sentir el ansia de cazar a su misterioso ayudante. Organizó turnos con los vecinos, incluso tomó días libres para vigilar.
¡Nada! El huerto regado, las bayas recolectadas, flores frescas en un jarrón, hasta sus viejas zapatillas estaban remendadas.
La comida desaparecía, pero en la nevera encontraba sopas y ensaladas hechas con lo que ella cultivaba. ¿Qué podía hacer?
Como una tonta, se paró en medio de la estancia y dio las gracias en voz alta a su invisible benef







