– Niña, ¿de quién eres? – Le pregunté.

¿Niña, de quién eres? pregunté.

Busco a mi mamá, ¿no la has visto? La pequeña, de unos seis años, me miró con ojos grises que parecían conocer secretos antiguos.

Me quedé pensativa. Había vivido en ese edificio poco tiempo y, hasta donde sabía, el piso frente al mío llevaba años deshabitado.

Pero ahí no vive nadie le contesté.

Ella rompió a llorar y se sentó en las escaleras.

Tía, ¡necesitamos mucho a mamá! Solo ella puede arreglarlo todo. Papá la echa mucho de menos…

Me quedé paralizada, sin saber cómo ayudar a esa criatura de otro mundo. Nunca tuve hijos, así que no sabía por dónde empezar: ¿un abrazo? ¿invitarla a un té? Pero una niña no entraría así como así en casa de una desconocida. Justo entonces sonó mi teléfono. Le pedí a la niña que no se moviera y salí corriendo. Cuando regresé, ya no había rastro de ella.

Toda la tarde la tuve en la cabeza. Decidí llamar a mi casera para preguntarle quiénes eran mis vecinos.

Ese piso lleva años vacío me dijo doña Carmen. ¿Por qué lo preguntas?

Hoy vino una niña buscando a su madre…

Mi casera guardó silencio, como si recordara algo.

Debe ser la hija de Lucía… pero ella ya no está entre nosotros. Su marido se quedó solo con la bebé. No pudo seguir viviendo ahí y se mudó. Desde entonces, el piso está vacío.

Irene, viven cerca. Si vuelve, llévala a su casa me dio una dirección.

Con el tiempo, la historia se me fue olvidando. Trabajaba mucho, llegaba tarde, salía al amanecer.

Pero una noche, en vísperas de Navidad, volví a escuchar un golpe suave y un llanto. Corrí a la puerta: era ella, la misma niña de ojos grises, llorando.

¿Qué te pasa? ¿Dónde está tu padre?

En casa. Yo busco a mamá dijo con voz tenue.

Recordé que tenía apuntada la dirección. Le pedí que esperara dentro mientras buscaba el papel. Entró, miró alrededor y se sentó en el puff del recibidor. Cuando por fin encontré el papelito, la niña ya dormía acurrucada como un ovillo. La llevé al sofá del salón y llamé a mi casera.

Doña Carmen, disculpe la molestia… ¿recuerda lo de la niña que venía al piso vacío? Pues está aquí. Quería llevarla a casa, pero se ha dormido.

Irene, yo vivo cerca de ellos. Iré a ver. Estate atenta al teléfono.

Colgué y me quedé mirando a la pequeña. Le aparté un mechón rebelde de la frente.

Yo siempre quise ser madre, pero no pudo ser. Con mi marido vivíamos felices hasta que decidimos tener hijos. Al principio todo fue bien, pero perdí al bebé por el estrés del trabajo. Luego, otro embarazo, otra pérdida… y al final, nunca llegué a ser madre.

Mi marido se fue. Ahora tenía otra familia, una hija, pero yo lo borré todo: a él, a los amigos comunes. Llevaba siete años sola, cambiando de pisos de alquiler.

Un golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos. Abrí… y no podía creerlo. Era mi exmarido.

¿Javier? ¿Qué haces aquí?

Vengo a buscar a mi hija… Espera, Calle del Olmo, 5, ¿verdad?

Sí. ¿Es tuya la niña? Pasa, está durmiendo.

Nos sentamos en la cocina, mientras el agua hervía. Nunca esperé verlo en mi puerta, pero la vida a veces te sorprende.

¿Te molesta? Puedo despertar a Ana e irnos.

Déjala descansar. ¿Qué ha pasado? Ya ha venido varias veces a llamar a ese piso.

Javier cerró los ojos, cansado, y comenzó a hablar:

Hace años vivíamos aquí con Lucía. Este piso era de su abuelo. Después de casarnos, nos mudamos. Ella se quedó embarazada, y yo era el hombre más feliz del mundo.

Recuerdo cuando llegó el día. La llevé al hospital. Lloraba, como si presintiera algo. Me agarró la mano y me hizo prometerle que cuidaría de nuestra hija si a ella le pasaba algo. Hubo complicaciones… No la salvaron.

Lo siento mucho le dije, notando cómo luchaba contra las lágrimas.

Se oyeron pasitos en el salón.

¿Papá?

Javier corrió hacia Ana, la abrazó fuerte.

¿Por qué te has ido sin decir nada?

Solo quiero encontrar a mamá.

La encontraremos, pero más tarde. Vamos a casa.

Gracias, Irene Javier me dio su tarjeta. Llámame si Ana vuelve. Vivimos cerca, ya conoce el camino.

¿Y cómo supo la dirección? pregunté.

Se la enseñé yo suspiró. Vine a recoger algunas cosas. Ana vio fotos suyas en las paredes y desde entonces sueña con verla. Le dije que Lucía se había ido, pero que volvería algún día.

Se marcharon. Días después, Javier me llamó. Empezamos a vernos: parques, cafés, cines… Ana se encariñó conmigo. Incluso me llamó “mamá” una vez.

Irene me dijo Javier una tarde, vente a vivir con nosotros. Basta de pisos de alquiler. Ana te echa de menos.

¿Y tú?

Yo también bajó la mirada y me tomó las manos. Mucho. Perdóname por todo…

Desde entonces, estamos juntos. Criamos a nuestra pequeña felicidad, Ana. Cada día agradezco este regalo: ser esposa, ser madre.

Y aunque Ana no sea hija de mi sangre, eso no impide que le dé todo el amor que guardé tantos años… y que nunca pude gastar.

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MagistrUm
– Niña, ¿de quién eres? – Le pregunté.