Hace tiempo, en un rincón de España donde las tradiciones pesan más que el tiempo mismo, viví una lección que nunca olvidaré. Si alguien me hubiera dicho que mis escasos fines de semana, tan ansiados, se convertirían en jornadas interminables de trabajo agotador, donde cada hueso crujía y las lágrimas asomaban sin remedio, no lo habría creído. Pero así fue. Y todo por culpa de mi suegra, la firme Carmen López, quien decidió que, como mi marido Javier y yo vivíamos en un piso de la ciudad sin jardín, debíamos tener tiempo de sobra. Así que, sin más, nos reclutó para sus labores.
Javier y yo llevábamos poco más de un año casados. Nuestra boda fue humilde el dinero escaseaba, y en nuestra ciudad, cada céntimo contaba. Mis padres nos ayudaron con un pequeño piso en el centro, un viejo edificio con encanto pero necesitado de reformas. Poco a poco, desde la primavera, íbamos arreglando algo: un grifo aquí, papel pintado allá, el suelo de la cocina El dinero nunca sobraba, y el tiempo menos aún.
Sin embargo, los padres de Javier tenían una casa en el campo, con un huerto grande, gallinas, patos, una cabra y hasta dos vacas. Vivían en las afueras, donde muchos guardaban con orgullo sus raíces rurales. Era su elección, su proyecto. Nosotros lo respetábamos, pero no era nuestra vida.
Carmen, sin embargo, pensó distinto. Cuando supo que vivíamos “tan cómodos, sin jardín que cuidar”, empezó a invitarnos cada fin de semana. Al principio, era solo “para visitarnos”. Pero pronto, cada sábado y domingo llegaban las órdenes: “Venid a ayudar”. No a descansar, no a disfrutar solo trabajo. Nada más llegar, nos entregaba una escoba, una azada o un cubo. Sonreía y nos enviaba al huerto.
Al principio, intenté complacerla. Pensé: “Ayudaremos unas veces, demostraremos que somos parte de la familia”. Javier también intentó razonar con ella: “Tenemos reformas, poco tiempo, trabajos exigentes”. Pero la terquedad de Carmen no tenía límites. “¡Vosotros vivís como reyes en la ciudad! ¡Aquí todo cae sobre mí!”, decía. Las excusas sobre el cansancio no le importaban. “¿Qué tenéis que hacer en ese pisito? ¡Os criamos, ahora debéis corresponder!”.
Quise ser una buena suegra. Evitar conflictos. Pero un día, tras llegar, me entregó un cubo de agua y un trapo: “Mientras hago la comida, friega todo el suelo hasta el cobertizo y vuelta. Y Javier, que corte tablones, el gallinero necesita arreglos”. Intenté negarme con educación, alegando agotamiento. Pero ni siquiera me escuchó. Como si fuera una empleada que se atrevía a rechazar una orden.
Al caer la noche del domingo, cada músculo me ardía. El lunes llegué tarde al trabajo. Mi jefe, extrañado nunca faltaba, recibió mi excusa: “No me encuentro bien”. Mentira. Todo por un “relajante” fin de semana en casa de mi suegra. Ni gratitud, ni alegría solo rabia y decepción.
Lo peor: Javier y yo lo habíamos explicado mil veces. “Tenemos obligaciones, estamos cansados, el piso es un caos”. Pero Carmen llamaba cada día: “¿Cuándo venís? ¡El huerto no se cuida solo!”. Si decíamos que no podíamos, replicaba: “¿Qué reformas son esas que no acabáis en meses? ¿Estáis construyendo un palacio?”.
Su descaro me dejó sin palabras, sobre todo cuando dijo sin rodeos: “Contaba contigo. Eres mujer. Debes aprender a ordeñar vacas y plantar hortalizas eso te hará falta”. Callé, pero por dentro hervía. Yo nunca quise la vida rural. No necesitaba ensuciarme las manos con estiércol.
Javier me apoyó. Él también estaba harto. Antes visitaba a sus padres con gusto ahora solo por obligación. Ignoraba sus llamadas, llenas de reproches. Yo buscaba excusas para no ir, inventaba compromisos.
Hasta que un día llamé a mi madre y se lo conté. Ella me entendió. “La ayuda es voluntaria”, dijo. “No podéis ser la mano de obra gratis de nadie. Si os dejáis ahora, esto no hará más que empeorar”.
Estoy agotada. De esta doble vida trabajo en la ciudad, reformas aquí, campo allá. Solo quiero dormir. Un fin de semana con un libro o una película, no con una pala y tierra bajo las uñas.
Javier habla en serio: o Carmen deja de exigirnos, o cortamos el contacto. ¿Suena drástico? Quizá. Pero tenemos nuestra propia vida, sueños, metas. No firmamos para ser sus jornaleros eternos.
Y si alguien dice: “Es normal”, “Hay que ayudar a la familia” no discuto. Pero ayudar significa que te preguntan, no te ordenan. Que agradecen tu esfuerzo, no lo exigen. Que tienes opción, no obligación.
Tal vez el invierno calme el ímpetu de Carmen. Y yo, por fin, podré respirar. Y recordar que el fin de semana es para descansar, no para cumplir condena.
Al final aprendí: las obligaciones no se soportan por compromiso, y el cariño no se gana a fuerza de trabajo. Hay límites que debemos marcar nosotros o otros los marcarán por nosotros.







