«Cómete tú tu propio pastel»: cómo mi hermana me humilló delante de todos por un dulce
Lucía se había peinado con esmero, puesto su vestido más bonito y, tras un toque ligero de perfume, salió hacia el cumpleaños de su hermana mayor, Sofía. Llevaba entre sus manos una caja cuidadosamente envuelta con un pastel, esperando que fuera una sorpresa agradable y suavizara un poco su complicada relación. Al llegar al quinto piso, Lucía llamó al timbre dos veces. La puerta se abrió, y Sofía radiante, con un albornoz nuevo y los rizos impecables aplaudió con entusiasmo:
¡¿Es para mí?! Es mi cumpleaños, supongo que no lo habrás olvidado…
Claro que es para ti respondió Lucía con calma, entregándole la caja.
Sofía cogió el pastel con curiosidad, levantó la tapa y echó un vistazo. En su rostro, la admiración pronto dio paso a la sospecha.
¿Lo has hecho tú?
Sí contestó Lucía con un leve titubeo.
¿Segura? Sofía frunció el ceño, girando la caja entre sus manos. Y ¿con qué está hecho?
¿Vamos a discutir la receta o nos unimos a los invitados? intentó esquivar Lucía.
Pero era demasiado tarde. Sofía notaba que algo olía a chamusquina y con razón. Tres días antes, había llamado a su hermana llorando:
¡Me he roto la uña y he discutido con Javier! ¡No tengo ganas de nada! Cancela el pastel, cancela todo.
Lucía había tomado la noticia con filosofía y aceptado un encargo urgente de una clienta habitual. Pero ese mismo mediodía, Sofía volvió a llamar:
¡Hemos hecho las paces! ¡Me ha regalado un brazalete de oro! Te espero a las siete ¡con el pastel!
Pero lo habías cancelado balbuceó Lucía.
¡Deja de buscar excusas! Eres pastelera, demuestra lo que vales.
Lucía intentó explicar que un pastel no se hace en seis horas, pero Sofía insistió. Incluso llamó a su madre, esperando un poco de apoyo:
¿Es tan difícil hacer feliz a tu propia hermana? fue la respuesta que recibió.
Entendiendo que estaba sola, Lucía se las ingenió: compró un pastel sin vender a una pastelera poco conocida, también llamada Lucía (no, no era ella, otra). Por fuera, parecía impresionante. La intención es lo que cuenta, ¿no? Pero Sofía descubrió el engaño al instante.
¡Lucía, ven aquí! gritó hacia la cocina.
Una morena de pelo largo apareció, y Lucía la reconoció de inmediato.
¿Es tu pastel? preguntó Sofía con tono gélido.
El mío. Ella me lo compró. Así que ¿esta es tu hermana pastelera legendaria? se burló la otra Lucía.
Lucía se quedó petrificada. Los invitados enmudecieron. Sofía, con los labios apretados, arrancó la tapa, hundió el dedo en la crema y lo estampó en la cara de su hermana.
¡Cómete tú esta porquería! escupió. Ni siquiera te molestaste en hacer algo con tus propias manos. Por favor, ¡lárgate!
Empujó a Lucía fuera y después hizo lo mismo con la otra pastelera. Esta, al irse, insultó a toda la familia e hizo un gesto soez.
Afuera, Lucía se limpió la cara con toallitas y abrió su teléfono. Decenas de mensajes de su madre la esperaban:
¡Deshonras a la familia! ¡Engañar a tu propia hermana! ¿No te da vergüenza?
No respondió. Simplemente apagó la pantalla en silencio. Pero no había acabado.
Al día siguiente, un post de Sofía apareció en redes: «No confiéis ni en vuestra hermana me trajo un pastel comprado haciéndolo pasar por suyo. Qué vergüenza.»
Lucía lloró toda la mañana. Luego se repuso. No, por ellos. Por ella. Ese día hizo un juramento: ni un pastel más para la familia. Ni un gesto de buena voluntad hacia quienes te aplastan en cualquier momento.
Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió más ligera. Porque ahora, su vida solo contendría lo que de verdad fuera dulce. Sin trampas. Sin hipocresía. Y sin quienes solo se llaman familia.







