Quiero el divorcio”, susurró ella mientras apartaba la mirada.

“Quiero el divorcio”, susurró ella mientras apartaba la mirada.

Era una fría noche en Madrid cuando Lucía dijo en voz baja: “Quiero el divorcio”, desviando los ojos de los de su marido, Tomás.

El rostro de Tomás palideció al instante. Una pregunta muda flotaba en el aire.

“Te dejo con la mujer que realmente amas”, dijo Lucía, dándose cuenta de que la mujer más importante en su vida siempre había sido su madre. “No quiero seguir siendo la segunda opción.”

Lucía sintió cómo se le cerraba la garganta y sus ojos se humedecían traicioneramente. El dolor y años de decepción brotaban de ella, apretándole el estómago.

“¿De qué hablas? ¿Qué otra mujer?”, preguntó Tomás, sorprendido, mirando a su esposa con incredulidad.

“Hemos hablado de esto muchas veces. Desde nuestra boda, tu madre nos ha agotado económica, emocional y físicamente. Y tú lo aceptas todo porque ‘su sopa es más sabrosa y sus tortillas más esponjosas’. Ya no puedo más”, estalló Lucía.

Las lágrimas rodaban sin cesar por su rostro enrojecido. Lamentaba los sueños que había tenido tan claros. Un prometedor compromiso, una carrera respetada, la vida en el centro de Madrid todo se había convertido en una lucha por su propia felicidad.

Cinco años atrás, Lucía había entrado con timidez en el amplio salón del piso. Los muebles, la vajilla, la decoración para una chica que había pasado la mayor parte de su vida en pisos compartidos y, finalmente, en una residencia universitaria, todo parecía caro y frágil.

“¿Cómo he tenido la suerte de encontrar un hombre con piso propio?”, había sonreído con ironía, apoyando las manos en los hombros de Tomás.

“Espera a que deje calcetines por todas partes, y ya me contarás cuánto te impresiono.”

Lucía se mudó con él poco después de conocerse. Fue un romance floreciente que clamaba por continuar.

Por entonces, ella estaba en su último año de Periodismo en la Universidad Complutense, mientras que Tomás, cinco años mayor, trabajaba como jefe de ventas con un sueldo considerable.

Un año después de mudarse juntos, se casaron.

“Pronto podremos convertir la habitación de invitados en un cuarto infantil”, había comentado Lucía una vez, abrazando a su marido y dejando claro que estaba lista para ser madre.

Pero un mes después llegó la sorpresa: la madre de Tomás, Doña Carmen, apareció en la puerta del piso con dos maletas. Tenía una excelente relación con su hijo, al menos desde su perspectiva.

Su crianza, marcada por un constante sentimiento de culpa y las exigencias de una madre soltera, había moldeado a un hombre que se sentía en deuda con ella. Estaba orgullosa de que su hijo hubiera triunfado en la vida y creía que era solo gracias a ella.

Cada mes, Tomás destinaba parte de su sueldo a pagar las deudas del piso, el coche y su infancia. Lucía lo observaba desde la distancia, sin querer entrometerse en su relación, aunque ocasionalmente lo mencionaba con cuidado.

“¿En qué habéis invertido el dinero de la venta de la casa?”, preguntó Lucía mientras servía el té, abordando el tema con precaución. Doña Carmen venía de un pueblo cerca de Toledo, donde había heredado una pequeña casa con jardín.

Cada año, Tomás le ofrecía ayuda para buscar piso en la ciudad, pero ella se negaba. De pronto, vendió su casa: rápido y a un precio bajo.

“Parte para mis futuras vacaciones, parte para mi nuevo negocio.”

Doña Carmen, a pesar de las dificultades de su juventud, seguía siendo ambiciosa y activa, además de mandona y dominante.

Con gente así había que ir con cuidado, porque eran de los que te mordían la mano si les ofrecías un dedo.

Recientemente, había descubierto en internet una empresa de venta de cosméticos online. El requisito para seguir colaborando con ellos era comprar mensualmente una cantidad considerable de productos. En ese “negocio” había invertido el dinero de la venta.

“He decidido que no habrá problema si me quedo aquí a vivir”, dijo con seguridad, removiendo una cucharada de miel en su té.

“¡Claro, nos encanta tener invitados!”, dijo Lucía, intentando dejar claro que sería algo temporal. “Espero que pronto encontremos un sitio mejor para ti. Le preguntaré a una amiga, es agente inmobiliaria y seguro que encuentra algo en un barrio agradable.”

“No hace falta. Dos pisos son demasiado. Mejor ahorramos conmigo aquí, no hay problema”, replicó Doña Carmen, presentándose como víctima de las circunstancias.

Lucía miró a su marido con expectación. No tenía nada contra su madre, pero compartir territorio indefinidamente era complicado y sin justificación. Pero Tomás solo se encogió de hombros y dijo: “Lo que tú digas.”

Siempre apoyaba las ideas de su madre, por cuestionables que fueran, creyendo que no tenía derecho a oponerse a sus decisiones.

Y había muchas: macramé, fabricación de velas, jabones, álbumes de fotos

Doña Carmen buscaba una mina de oro, y la encontró en Tomás, quien pagaba todo el material y los gastos de sus “negocios”, además de darle dinero para vivir.

Desde que ascendió a jefe, Doña Carmen no había trabajado ni un solo día.

La convicción infantil de Tomás de agradecer a su madre por su vida y su infancia suprimía su voluntad, no solo en ayudas económicas desproporcionadas, sino en aprobar todo lo que ella hacía o decía.

Era increíble cómo un hombre adulto e independiente caía en esa influencia, respondiendo a las manipulaciones como un niño.

Al final, la habitación de invitados nunca se convirtió en cuarto infantil, y en tres años poco cambió. Lucía ya trabajaba en una editorial, publicando artículos y análisis en la sección de “Familia y Relaciones”.

Mientras analizaba historias alegres y tristes desde una perspectiva psicológica, no lograba claridad en su propia familia.

Su opinión no contaba; quedaba en segundo plano, donde Doña Carmen llevaba el timón.

Lucía entendía los motivos: un hijo único de madre soltera que se casa con una mujer que le quitaría tiempo y dinero era una amenaza que solo podía combatirse centrándose en uno mismo.

Y en el caso de su suegra, eso se mezclaba con un sentido de superioridad y la creencia de que su hijo le debía algo.

Esos problemas solo los resolvería ella misma, pero Tomás parecía ciego ante la situación.

Todos los productos de limpieza del piso habían sido reemplazados por los de la empresa de cosméticos, y Lucía ya no soportaba ver los frascos. El “negocio” de Doña Carmen no daba beneficios, y Lucía lo veía como un capricho de su marido y un pasatiempo de su suegra.

Lo había mencionado varias veces, pero siempre escuchaba: “Mamá sabe lo que hace”, de Tomás, y “Hay que tener paciencia. Los árboles no crecen en un día”, de su suegra. Pero el árbol llevaba tres años sin crecer, mientras los gastos aumentaban.

Cuando Doña Carmen sugirió que “Lucía también debería invertir en el negocio familiar”, esta empezó a pensar que hacían falta medidas drásticas.

La gota que colmó el vaso fue una conversación que nunca debería haber ocurrido.

En Nochevieja de 2023, la pareja salió por fin a solas. Tras patinar sobre hielo, estaban en una cafetería.

Con las mejillas sonrosadas y feliz, Lucía irradiaba tanto amor que cualquiera podía sentirlo.

“Tomás, ¿eres feliz?”

“Claro”, tomó su mano. “Contigo a mi lado, ¿cómo no iba a serlo?”

“Quiero un hijo”, susurró Lucía, acercándose.

“¿Ahora mismo?”, sonrió él, besándole la mano.

Esa noche decidieron que era el momento. Pero

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Quiero el divorcio”, susurró ella mientras apartaba la mirada.