El destino favorece a los agradecidos

**El destino premia a los agradecidos**

A sus treinta años, Carlos tenía diez de servicio en zonas conflictivas, dos heridas de bala y la suerte de seguir en pie. Tras la segunda, pasó meses en el hospital y, finalmente, volvió a su pueblo en Castilla.

El lugar había cambiado, y la gente también. Todos sus compañeros de infancia estaban casados, pero un día, vio a Lucía. Apenas la reconoció. Cuando se fue al ejército, ella era una niña de trece años; ahora, con veinticico, era una belleza. Soltera, claro. No había encontrado a nadie que le gustara lo suficiente como para casarse, y no quería hacerlo por compromiso.

Carlos, fuerte y con un sentido de la justicia más afilado que una navaja, no pudo evitar acercarse.

¿Me habías estado esperando? preguntó con una sonrisa, admirando su rostro. ¿O es que nadie te ha robado el corazón?

Quizá respondió ella, ruborizándose, sintiendo el corazón acelerarse.

Desde entonces, no se separaron. Era otoño, caminaban junto al bosque, las hojas crujían bajo sus pies.

Carlitos, mi padre no nos permite casarnos susurró Lucía, triste. Él ya le había propuesto matrimonio dos veces. Ya conoces a mi padre.

¿Y qué va a hacerme? No me asusta replicó Carlos, firme. Si me parte la cara, irá a la cárcel. Problema resuelto.

Ay, Carlitos, no sabes cómo es. Es cruel y tiene mucho poder aquí.

Juan Martínez era el hombre más influyente del pueblo. Empezó como granjero, pero ahora corrían rumores de que se codeaba con gente poco honesta. Robusto, con mirada fría y un carácter de hierro, había construido dos granjas de cerdos y vacas. Medio pueblo trabajaba para él. Todos le sonreían, casi se inclinaban. Y él se creía un dios.

Mi padre quiere que me case con el hijo de su amigo, ese borrachuzo de Víctor confesó Lucía. Le he dicho mil veces que me odia, pero no escucha.

Esto parece el medievo se quejó Carlos. ¿Quién obliga a casarse hoy en día?

La amaba profundamente, desde su mirada dulce hasta su genio vivo. Y ella no podía imaginar la vida sin él.

Vamos dijo él, tomándola de la mano con decisión.

¿Adónde? preguntó ella, aunque ya lo intuía.

En el patio de la casa, Juan hablaba con su hermano pequeño, Sergio, que vivía en la casita de atrás y siempre le hacía favores.

Juan Martínez, vengo a pedir la mano de su hija anunció Carlos, sin titubear.

La madre de Lucía, en el porche, se tapó la boca con la mano, temiendo la reacción de su marido, que siempre la maltrataba.

Juan, furioso por la audacia, lo fulminó con la mirada, pero Carlos no bajó los ojos. El hombre no entendía de dónde sacaba ese muchacho tanto valor.

Largo de aquí, payaso rugió Juan. ¿En qué estabas pensando? Mi hija jamás se casará contigo. Ni se te ocurra volver.

Nos casaremos igual respondió Carlos, seguro.

Todos en el pueblo lo respetaban, pero Juan no entendía lo que era luchar. Para él, solo importaba el dinero. Carlos apretó los puños, pero Sergio se interpuso, sabiendo que ninguno cedería.

Mientras Sergio lo echaba, Juan arrastró a Lucía adentro como si fuera una niña. Nadie desafiaba a Juan Martínez y salía indemne.

Esa misma noche, en la humedad otoñal, un incendio devoró el taller mecánico que Carlos acababa de abrir.

¡Hijo de! masculló él, seguro de quién estaba detrás.

***

A la noche siguiente, Carlos se acercó sigilosamente a la casa de Lucía. Le había escrito para que saliera con sus cosas y huyeran juntos. Ella aceptó. Desde su ventana, le pasó una maleta y luego saltó, cayendo en sus brazos.

Para el amanecer, estaremos lejos susurró él. No sabes cuánto te quiero.

Tengo miedo confesó ella, temblando.

Diez minutos después, iban por la carretera. A Lucía le faltaba

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