Regalo de boda de la suegra: ¡Mejor nada que eso!
Lucía y Javier iban a casarse. La boda estaba en pleno apogeo cuando el presentador anunció que había llegado el momento de los regalos. Primero felicitaron los padres de la novia, luego apareció la madre de Javier, Gertrudis López, con una caja grande decorada en azul claro.
“¡Vaya! ¿Qué habrá dentro?”, susurró Lucía intrigada a Javier.
“Ni idea. Mi madre ha guardado el secreto muy bien”, respondió el novio, desconcertado.
Decidieron abrir los regalos al día siguiente, cuando terminara el jaleo de la boda. Lucía propuso empezar por la caja de la suegra. Quitaron el lazo, levantaron la tapa… y se quedaron paralizados de sorpresa.
Desde hacía tiempo, Lucía había notado una extraña costumbre en Javier: nunca tomaba nada sin pedir permiso, ni siquiera una golosina.
“¿Puedo comerme el último trozo de turrón?”, preguntó él con timidez, mirando el dulce solitario en el plato.
“¡Claro que sí!”, respondió Lucía, extrañada. “Ni siquiera tenías que preguntar.”
“Es como me educaron”, sonrió él, avergonzado, mientras desenrollaba el papel.
No fue hasta meses después cuando Lucía comprendió el origen de aquella manía.
Un día, Javier quiso presentarla a sus padres: Gertrudis y Federico López. Al principio, la suegra pareció amable, pero la primera impresión se desvaneció cuando se sentaron a comer.
Delante de cada invitado había un plato con dos cucharadas de puré y una albóndiga diminuta. Javier terminó rápido y pidió más en voz baja.
“¡Siempre tragando como un animal! ¡Es que no te llenas nunca!”, se indignó Gertrudis en voz alta, dejando a Lucía profundamente incómoda.
Cuando Federico pidió más, Gertrudis le sirvió un plato rebosante con una sonrisa. Lucía siguió comiendo, horrorizada por el desprecio que la suegra mostraba hacia su propio hijo.
Más tarde, durante los preparativos de la boda, Gertrudis mostró su verdadero carácter. Todo le parecía caro: los anillos, el restaurante, el menú.
“¿Para tanto lujo? ¡Se podría hacer algo más económico!”, refunfuñó sin tapujos.
Hasta que Lucía no pudo más.
“¡Lo gestionamos nosotros!”, estalló. “Son nuestros euros y nuestra decisión.”
Ofendida, Gertrudis se calló y hasta amenazó con no ir a la boda.
Dos días antes, Federico apareció sin avisar.
“Hijo, ayúdame con el regalo”, pidió, llevando a Javier al coche.
Había comprado una lavadora por su cuenta, harto de los caprichos de su mujer. Confesó que habían discutido fuerte porque Gertrudis encontraba demasiado caro un regalo de boda para su propio hijo.
El gran día, Gertrudis apareció al fin con un vestido elegante, en taxi. Se comportó con educación, entregó la caja grande y desapareció entre los invitados.
A la mañana siguiente, Lucía y Javier abrieron la caja con ilusión. La emoción se convirtió en decepción.
“¿Toallas?”, murmuró Lucía, incrédula, sacando la primera.
“Y calcetines”, suspiró Javier, mostrando dos pares de lana. “Mi padre tenía razón… Mamá cogió lo primero que encontró. Increíble lo tacaña que se ha vuelto. Habría sido mejor no traer nada.”
Pero eso no fue todo. Días después, Gertrudis llamó para cotillear sobre los demás regalos.
“Venga, cuéntame. ¿Qué le regaló la madre de Lucía? ¿Y el tío Guillermo? ¿Y sus amigas?”, insistió.
Javier no quiso hablar de los regalos ajenos.
“Mamá, eso no te importa. Lucía y yo estamos contentos.”
Colgó sin remordimientos, por primera vez en su vida.
La vida nos enseña que el tamaño de un regalo no refleja la generosidad de quien lo da. El respeto y el cariño se ven en los detalles. Y Gertrudis, por desgracia, ya no tenía ninguno que ofrecer.






