**Diario de Ana**
¿No ha llamado otra vez, mamá? preguntó Javier, mirando a la mujer sentada a la mesa con ojos inocentes.
No, mi vida Tu padre está ocupado, trabaja mucho allí en Italia.
Sí, decías que la Navidad se acerca
Sí, ya falta poco. Me escribió que nos traerá regalos y que en verano nos llevará a la playa.
La mujer forzó una sonrisa, pero su corazón se partía en dos. En la cocina, una pequeña olla de patatas hervía, y en el hogar ardía la última rama del haz de leña. Ana abrazó a sus hijos y rezó en silencio:
*”Dios mío, dame fuerzas para no llorar delante de ellos.”*
Hubo un tiempo en que todo fue diferente.
Ella e Íker se amaban con pasión. Se casaron jóvenes, llenos de esperanza, con dos niños pequeños y una casita a medio pagar. Íker era trabajador, pero el pueblo no ofrecía mucho.
Me voy a Italia, solo unos años. Ganaré dinero, volveré y te daré todo lo que mereces.
Ana lloró entonces.
No te vayas, Íker
Es por nosotros, mujer. Por nadie más.
Y se marchó.
Al principio, llamaba cada noche. Enviaba dinero, hablaba con los niños, le decía a Ana que la amaba.
Luego, las llamadas se espaciaron.
Estoy cansado, no hay buena señal, trabajo hasta tarde.
Después vinieron las mentiras:
Perdí la cartera, este mes no puedo mandar nada.
Ana le creyó. Siempre le creyó.
Ella trabajó, crió a los niños, mantuvo la casa. Limpiaba en la escuela, cosía ropa para los vecinos, iba al campo. Pero no se quejaba.
Es solo una etapa. Cuando Íker vuelva, todo mejorará.
Pasaron tres años. Íker no regresó.
Los niños crecieron. Javier tenía doce, Lucía ocho. Las preguntas llegaban cada vez más:
Mamá, ¿papá sigue vivo?
Claro, mi cielo. Está lejos, pero vive.
¿Y si no viene nunca?
Ana sonrió con amargura.
Entonces seremos los tres. Y nos bastaremos.
Una tarde, el cartero le trajo una carta. Las palabras cayeron como un cuchillo:
*”Ana, no me odies. He conocido a otra. Me caso aquí, tengo otra vida. Cuida de los niños. Íker.”*
La mujer se quedó inmóvil unos minutos. Luego rompió la carta y la arrojó al fuego. No quería que los niños vieran el dolor en sus ojos.
¿Qué pasa, mamá? preguntó Lucía.
Nada, cariño. Tu padre dijo que mandará dinero el mes que viene.
Pero el dinero nunca llegó.
Los años pasaron. Ana envejeció de golpe, con la espalda doblada y las manos agrietadas. Pero la casa estaba limpia, el huerto florecía y los niños, bien criados. Javier trabajaba en la ciudad, Lucía estudiaba en el instituto.
Casi veinte años después, la puerta chirrió.
Íker.
Canoso, bien vestido, con una maleta en la mano. Ana salió al umbral.
Buenas tardes murmuró él.
¿Qué buscas aquí, Íker?
He venido a casa.
Ella guardó silencio. Detrás de ella, Javier lo miró fijamente.
¿Quién es, mamá?
Tu padre.
Silencio. Un silencio espeso, cortante.
Javier cruzó los brazos.
Para mí, eres un huérfano.
Hijo, déjame explicarte
¡Tuviste veinte años para explicarte! Tuviste mi infancia, mi juventud, mis problemas ¿Dónde estabas?
Íker bajó la mirada.
Cometí un error fui un necio.
No. Fuiste un cobarde.
Javier
¡No me llames así!
Ana alzó una mano.
Basta. Pasa, Íker.
Entró, avergonzado. La casa olía a limpio, a pan recién horneado.
No hay hueco para mí aquí dijo, mirando alrededor.
La vida sigue. Tú te quedaste atrás, entre extraños.
Íker intentó mirarla a los ojos.
Ana, nunca fui feliz.
Pero lo elegiste.
Era joven, estúpido, cegado por otra mujer Creí que podía empezar de nuevo.
¿Y qué quieres ahora?
Quedarme aquí. Con vosotros.
Ana sonrió con amargura.
¿Conmigo? ¿Después de veinte años?
Tengo dinero. Podemos arreglar la casa, vivir bien.
No quiero tu dinero. He vivido con dignidad, no de limosna.
Íker cayó de rodillas.
Perdóname.
Hace tiempo que te perdoné, Íker. Pero no puedo volver atrás.
Javier salió al patio. Íker lo siguió.
Hijo, no me odies.
No te odio. Pero no puedo quererte.
Quizá algún día
Quizá. Pero hoy no.
Íker se marchó. Esta vez, sin promesas. Dejó un fajo de billetes junto a la puerta. Ana ni lo tocó.
Meses después, otra carta llegó.
Señora Ana, un telegrama desde Italia.
El mensaje era breve:
*”Falleció Íker Delgado. Sin familiares cercanos. Enterrado allí.”*
Ana miró al cielo y susurró:
Que Dios lo perdone Quizá allá donde esté, entendió todo lo que perdió.
Esa noche, Javier volvió a casa.
Mamá me enteré.
Lo sé, hijo.
¿Crees que merecía perdón?
Todos merecen perdón, hijo. Pero no todos merecen una segunda oportunidad.
Luego suspiró, mirando las llamas en el hogar.
¿Fue muy duro, mamá?
Fue duro. Pero te tenía a ti. Eso me mantuvo en pie.
Pasaron más años. Lucía se casó, Javier tuvo hijos. Ana siguió en su casita, rodeada de fotos viejas y recuerdos.
Una tarde, abrió un cajón. Dentro, una foto de Íker, joven, sonriente.
Fuiste mi amor y mi cruz, Íker. Pero sin ti, aprendí a ser fuerte.
La lámpara se apagó, y sus pensamientos se perdieron en la noche.
*Cuántas mujeres, me pregunto, entierran lágrimas en silencio, levantando un mundo entero solas, mientras los hombres que juraron amarlas olvidan el camino de vuelta.*







