La segunda esposa de mi padre apareció en nuestra puerta una tarde. Traía una caja llena de dulces y dos pequeños caniches que movían la cola al caminar.

La segunda esposa de mi padre apareció en nuestra puerta una tarde. Llevaba una caja llena de dulces y dos pequeños caniches que caminaban a su lado, moviendo la cola con entusiasmo.

Mi hermana y yo nos quedamos paralizadas. Habíamos escuchado tantas historias terribles sobre madrastras mujeres frías, crueles, sin afecto que ni siquiera pudimos decirle “bienvenida”.

Pero ella no se ofendió. Solo sonrió esa sonrisa cálida y serena que nunca abandonaba su rostro.

Era una mujer hermosa, de cabello oscuro y largo, con una mirada dulce. Mi padre la presentó sin muchas explicaciones: “Ella será vuestra nueva madre”.

En aquel momento, era demasiado pequeña para entender lo difícil que debió ser esa frase para ella. Nosotras la recibimos con silencio.

Se casaron con una boda sencilla. Poco después, se mudó a vivir con nosotras a una casa que aún estaba bajo la sombra del duelo.

Nosotras estábamos acostumbradas a la oscuridad.

La primera mañana, abrió todas las ventanas, invitó al sol a entrar y encendió la radio.

Aún recuerdo la cara de mi hermana molesta por la luz y la música; nuestro silencio se había roto.

Limpió la casa con tanto esmero que parecía querer barrer no solo el polvo, sino también el dolor. Cuando pasó frente al retrato de mi madre, contuve la respiración pensé que lo quitaría.

Pero solo lo limpió y lo colocó en el centro de la pared.

En ese momento, la acepté sin darme cuenta.

En la cocina, era como una maga. Preparaba platos que nunca antes habíamos probado, llenando la casa con sus aromas. Así se ganó el corazón de mi padre y poco a poco, el nuestro.

Pasó un año. La casa ya no estaba oscura. El dolor seguía ahí, pero se había suavizado.

La foto de mi madre aún nos miraba desde el salón, pero ya no nos ardían los ojos.

Nunca la llamamos “madre”, y ella nunca lo pidió.

Con paciencia, se ganó nuestra confianza. Nos aconsejó, nos protegió, ocultó nuestros errores.

Hasta que un día, mi padre no volvió del trabajo.

Al principio, no se alarmó, pero, a medida que pasaban las horas, su preocupación creció.

Entonces llegó la llamada: su coche había sido encontrado al fondo de un barranco. Había muerto en el acto.

Fue la segunda muerte de nuestra infancia el día en que entendimos que nada dura para siempre.

Después del funeral, temimos que nos separarían. Pero ella no se fue. Se quedó.

Consiguió un trabajo a media jornada en un restaurante y dedicó el resto de su tiempo a nosotras: paseos, música, bailes con los perros, risas

Nosotras la observábamos desde lejos. Pero ella nunca se rindió.

Una mañana, pregunté: “¿Dónde está mi pelota?”. La encontró al instante y me la entregó con otra sonrisa.

“Si no quieres jugar sola, puedo acompañarte”, dijo.

“Vale”, respondí, encogiéndome de hombros.

Bajó al jardín descalza, riendo como una niña, golpeando torpemente la pelota mientras los perros corrían a su alrededor.

Ese día, comencé a quererla de verdad.

Mi hermana lo notó. Poco a poco, también empezó a confiar en ella.

Al final del año, nuestras vidas giraban completamente a su alrededor.

Cuando terminé el instituto, creí que no podría ir a la universidad.

Pero ella había ahorrado en secreto y me había matriculado. Cuando lo descubrí, lloré de felicidad.

Mi hermana se hizo enfermera.

Ella no era nuestra madre, pero eligió quedarse.

Podría haberse ido cuando mi padre murió, pero no lo hizo.

Y se convirtió en la madre que nunca esperamos tener.

Pasaron los años. Yo me hice abogada y nunca me alejé de su lado.

A los treinta y tres, enfermó. Me mudé con ella para cuidarla. Sabía que le quedaba poco tiempo, pero siguió sonriendo.

“Quiero que sonrías”, me dijo. “No llores”.

La enterramos un lunes de verano, bajo los árboles. No quiso ser sepultada junto a mi padre.

“Ese lugar es para vuestra madre”, dijo.

Ahora visitamos a los tres.

A mamá, rosas rojas.

A papá, chistes le encantaba reír.

Y a ella, dulces tal como le gustaban.

No todas las segundas oportunidades terminan felices.

Pero a veces, alguien entra en tu vida

y nunca se va de tu corazón.

Aunque ya no esté.

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La segunda esposa de mi padre apareció en nuestra puerta una tarde. Traía una caja llena de dulces y dos pequeños caniches que movían la cola al caminar.