Mira, te cuento esta historia como si estuviéramos tomando un café en Madrid.
Iba Nerea paseando a su perro por un parque cerca de su casa en Valladolid cuando dos hombres se acercaron y, de forma violenta, le ofrecieron “dar una vuelta juntos”. Jamás había visto a su perro así: los ojos le brillaban de rabia, los colmillos al descubierto. Antes de que pudiera reaccionar, el perro ya se había lanzado contra el hombre que la agarraba del brazo, tirándolo al suelo y, con un gruñido amenazante, se alzó sobre él como una sombra aterradora
Cuando Nerea cumplió siete años, le dieron su propio cuarto, amplio y luminoso. Pero la niña se negaba rotundamente a dormir sola. Cada noche, uno de sus padres a veces su madre, otras su padre se acostaba con ella hasta que se dormía. Si despertaba y no había nadie, cogía su almohada y su manta y se mudaba a la habitación de sus padres. Ninguna súplica ni charla educativa funcionaba. Nada cambiaba, aunque la niña crecía.
Hasta que un día, la solución llegó rodando a sus pies una bola blanca y esponjosa que primero se asustó y, acto seguido, hizo un charquito en el suelo. Al mirar mejor, descubrieron que era un cachorro encantador, tan dulce que Nerea exclamó al instante: “¡Mamá, ¿nos lo quedamos, por favor?!”. Y empezaron las negociaciones: estudiar bien, mantener su cuarto ordenado, pasear al perrito sola y dormir en su habitación sin compañía. Las primeras condiciones las aceptó sin dudar, pero en la última vaciló. Hasta que cayó en la cuenta: “¡Ahora ya no estaré sola!”.
Así llegó Lulú a sus vidas según los papeles, un westie, pero por carácter, toda una dama con personalidad fuerte. Y, para sorpresa de todos, Nerea cumplió su palabra. Desde que Lulú llegó, empezó a dormir en su cuarto, y la perra se convirtió en su compañera fiel, tanto en sueños como en el día a día.
Lulú era una belleza: elegante, consciente de su encanto, una auténtica señorita. A otros perros los ignoraba, pero con los niños que querían acariciarla era paciente, casi condescendiente, como si estuviera aceptando su admiración. Sin embargo, si otro perro se acercaba, al instante enseñaba los dientes y gruñía, indignada.
Para intentar cambiar su actitud, Nerea y su madre la apuntaron a una escuela de adiestramiento. Tras tres semanas de clases, no hubo cambios. El entrenador concluyó: “Os ve como su manada. No necesita más”. Pues bueno, así seguían, felices los tres.
Para los paseos, Nerea y Lulú preferían un descampado abandonado detrás de su casa. Antiguamente había barracones, pero los demolieron, dejando solo restos de cimientos y árboles frutales silvestres. La mayoría de dueños de perros iban a la zona canina cercana, pero a ellas les encantaba ese rincón solitario, con aire de libertad.
Y fue allí donde Lulú conoció a su destino.
Ese verano, Nerea cumplió quince años, y Lulú, ocho. La chica ya era alta y delgada, con mirada soñadora y el móvil siempre en la mano. Lulú, en cambio, se comportaba con la seguridad de una dama madura. Paseaban por el descampado: Nerea ensimismada, Lulú olisqueando la hierba hasta que, de repente, ¡el ataque! Un perro enorme y peludo se abalanzó sobre ella parecía un pastor alemán, pero más despeinado y lleno de energía. Era un animal ruidoso y juguetón que no paraba de saltar alrededor de Lulú, lamiéndola y empujándola, radiante de alegría. Lulú se quedó tiesa, sin saber qué hacer con aquel descarado.
“No le tengas miedo, cariño”, dijo una señora mayor, de unos setenta años, acercándose con un bastón. “Es juguetón, pero manso. ¡Nunca ha mordido a nadie!”.
“Eso parece”, rió Nerea, agachándose mientras el peludo lamía sus manos, moviendo la cola con tal fuerza que levantaba el polvo. “Lo único peligroso es que te ahogue a lengüetazos”.
“La verdad es que antes solo lo soltaba en el patio, nunca lo sacaba a la calle. Pero ayer vino mi nieto y lo sacó ¡y se puso tan contento! Pensé que ya era hora. Y en cuanto vio a tu perrita, salió corriendo hacia él”.
“Y la mía no le quita ojo. Creo que se ha enamorado”.
“¡Qué bien! Dos son más divertidos que uno. Él se llama Toro. Y yo, Carmen”.
A partir de esa noche, Toro se unió a sus paseos. A veces los esperaba en el descampado, y si llegaban tarde, Lulú lanzaba un ladrido agudo, como una llamada, y en un instante, él aparecía corriendo. Jugaban, revolcándose en el polvo, y Netra extendía una manta bajo un manzano para leer. Lulú y Toro, agotados, se acostaban a su lado, tocándose el hocico. A veces, Carmen se unía a ellos, trayendo magdalenas y contando historias. Nerea la escuchaba encantada la señora vivía sola, su hijo y su nieto la visitaban poco. El perro se lo habían regalado hacía cinco años, creyendo que sería pequeño, pero creció como un gigante.
“Sin la ayuda de mi hijo, no podría mantenerlo. Con la pensión, alimentarlo es un reto”, suspiraba Carmen, mientras Toro la miraba con adoración.
En septiembre, los paseos se hicieron al anochecer. Una de esas noches, apenas llegaron al descampado Toro no estaba cuando un todoterreno negro entró rugiendo, con música a todo volumen y tres jóvenes borrachos. Dos bajaron, tambaleándose hacia Nerea, rodeándola.
Ella retrocedió hacia el manzano, activó el micrófono de su móvil y lo guardó en el bolsillo. Susurró a Lulú: “Llama a Toro. ¡Ahora!”.
No hizo falta repetírselo Lulú empezó a ladrar con fuerza, pidiendo ayuda.
“¡Eso es!”, gritó uno de los chicos, riendo. “¡Por algo hemos venido!”.
“¡Buena perra!”, dijo el otro, pero al oír su nombre, Lulú gruñó, enseñando los dientes.
“¿Qué hacemos aquí?”, dijo el primero, agarrándola del brazo. “Vamos, damos una vuelta. Te devolvemos entera o casi”.
“Chicos, no os va a gustar lo que viene”, dijo Nerea, fría. “Otro perro está en camino. Mejor iros mientras podáis”.
“¿Otro chucho?”, se burló uno, pateando a Lulú mientras tiraba de Nerea hacia el coche.
Pero la diversión duró poco: en un instante, Toro irrumpió como un rayo, derribando al agresor.
Nerea nunca lo había visto así los ojos inyectados de sangre, babeando espuma, los colmillos afilados listos para morder. Antes de que nadie reaccionara, Toro ya tenía al hombre en el suelo, gruñendo sobre él como una bestia.
El otro chico huyó al coche, arrancando con un rugido.
Nerea llamó a la policía. Cuando llegaron, el primer atacante seguía en el suelo, empapado de baba, temblando de miedo.
“Ya está, Toro, basta”, dijo Nerea, cogiendo su collar. “Puaj, no te ahogues con esta basura. Déjalo que se seque los pantalones”.
Los agentes se lo llevaron y sí, el pantalón tenía manchas húmedas
Nerea







