**El Patio en Armonía**
En un barrio humilde a las afueras de Madrid, el patio de un bloque de pisos despertaba cada mañana con el mismo ajetreo de siempre. Entre edificios de fachadas descascaradas, la vida seguía su ritmo cotidiano: padres empujando carritos por las rampas, abuelos sacando a pasear a sus perros con calma, y jóvenes esquivando macetas y contenedores de basura camino al instituto. Tras una lluvia reciente, el asfalto aún brillaba bajo el sol de verano. En los arriates florecían claveles y geranios, mientras niños en camisetas jugaban al fútbol o pedaleaban en bicicletas, echando miradas furtivas a los mayores.
Frente al portal, se formaba ya una pequeña cola: unos intentaban pasar con bolsas de la compra, otros sacaban cochecitos del estrecho recibidor. Y allí, como obstáculo habitual de los últimos meses, los patinetes eléctricos. Había al menos cinco; uno tumbado de través en la rampa, obligando a una madre a maniobrar con destreza entre las ruedas. Cerca, la señora Carmen, una mujer mayor, golpeaba el suelo con su bastón, molesta.
¡Otra vez esto! Ni para entrar ni para salir
¡Es que los jóvenes los dejan donde les da la gana! apoyó un hombre de mediana edad con chándal.
Una chica de unos veinticinco años se encogió de hombros:
¿Y dónde los ponemos? No hay sitios para guardarlos.
Los vecinos murmuraron a la entrada; alguno bromeó con que pronto no habría flores, solo patinetes y bicicletas. Pero nadie tomaba la iniciativa; todos estaban acostumbrados a las pequeñas molestias de la vida en comunidad. Solo cuando un padre casi tropezó con uno de los patinetes al pasar con el carrito y soltó un improperio, la tensión se hizo palpable.
El patio resonaba con su habitual algarabía: vecinos comentando las noticias junto al arenero, adolescentes discutiendo de fútbol en la pista. Los pájaros trinaban en las ramas de un olmo al fondo, mientras las quejas de los residentes se mezclaban con sus cantos.
¿Por qué no los ponen cerca de la valla? ¡Así no estorban!
¡Y si alguien necesita cargarlos? Ayer casi me rompo una pierna por culpa de estos trastos.
Uno de los chicos intentó arrastrar un patinete hacia los arbustos, pero chirrió y se cayó justo delante de una mujer con bolsas. Ella alzó las manos:
¡Otra vez lo mismo! ¿Nadie va a hacer algo?
Esa tarde, las discusiones estallaban como chispas: bastaba una queja para que surgieran más opiniones. Unos defendían los patinetes como símbolo de modernidad; otros reclamaban orden bajo las viejas normas.
La señora Carmen habló con firmeza:
Entiendo que los tiempos cambian ¡Pero hay gente mayor aquí! Queremos pasar sin peligro.
Laura, una madre joven, respondió con más dulzura:
Yo tengo un niño pequeño A veces el patinete me salva de tomar el autobús hasta el centro de salud.
Algunos propusieron llamar a la comunidad de vecinos o incluso avisar al guardia urbano; otros se rieron y sugirieron simplemente ser más considerados.
Las largas tardes de verano alargaban las charlas en el portal hasta tarde: padres comentaban problemas cotidianos entre quejas por los patinetes. En un momento, el vecino Javier, siempre proactivo, lanzó la pregunta:
¿Y si nos reunimos todos? Así lo hablamos como gente civilizada.
Unos cuantos asintieron; hasta la señora Carmen accedió a regañadientes.
Al día siguiente, una mezcla de estudiantes, jubilados y padres se congregó en el portal. Algunos llegaron preparados: uno con un cuaderno para apuntar ideas algo nunca visto en el patio, otro con una cinta métrica. Las ventanas del bajo estaban abiertas; el olor a hierba recién cortada se mezclaba con las risas infantiles.
El debate empezó animado:
¡Hay que marcar una zona solo para patinetes!
¡Que la comunidad pinte las líneas!
Unos propusieron hacer carteles; otros temían la burocracia:
¡Si lo dejamos en manos del ayuntamiento, nunca se hará!
Pablo, un estudiante, dio en el clavo:
Decidamos primero dónde ponerlos, y luego que la comunidad lo apruebe.
Tras breves discusiones, escogieron un rincón junto al contenedor, lejos de la rampa y los maceteros.
Laura propuso:
Lo importante es que las normas sean claras, sobre todo para los niños. ¡Y que nadie se pelee!
La señora Carmen asintió; unos adolescentes se ofrecieron a dibujar el diseño con tiza en el suelo. Otra vecina prometió imprimir un cartel con las reglas. El ambiente era distendido; hasta los más reacios sonreían, sintiéndose partícipes del cambio.
A la mañana siguiente, el patio amaneció con un nuevo aire. En el rincón acordado, Javier, Pablo y Laura marcaban el suelo con cinta naranja. Javier medía con precisión:
Desde aquí al contenedor, metro y medio. ¡La cinta va aquí!
Laura colocó un cartel: «Aparcar solo dentro de la zona marcada. No bloquear pasillos ni rampas».
La señora Carmen observaba desde su ventana, asintiendo en silencio. Abajo, unos niños decoraban el cartel con dibujos: un sol y una cara sonriente junto a un patinete bien aparcado. Hasta los chicos mayores se acercaron, curiosos.
Cuando terminaron, los vecinos se reunieron alrededor. Javier clavó el cartel en un poste de madera. Unas madres aplaudieron:
¡Al menos ya no habrá que esquivar ruedas!
Una joven sonrió:
Ojalá todos lo respeten
Los primeros días fueron de prueba. Algunos aparcaban correctamente; otros, por costumbre, lo dejaban donde siempre. Pero pronto, los mismos adolescentes corregían a los despistados. Laura recordaba amablemente:
¿Te acuerdas de lo que hablamos?
La respuesta era casi un disculpa:
¡Cierto, gracias!
En los bancos, los comentarios eran ahora más amables. La señora Carmen admitió:
Está mejor Hasta da gusto ver orden. ¿Y si hacemos lo mismo con las bicis?
Un padre soltó una carcajada:
Poco a poco, lo arreglaremos todo.
El asfalto secó rápido bajo el sol; la cinta naranja se veía desde lejos. Los niños añadieron flechas verdes para guiar a los despistados. Los transeúntes se detenían a mirar: unos sonreían; otros murmuraban «a ver cuánto dura», pero sin malicia.
En pocos días, el cambio era evidente. La entrada estaba despejada, incluso en horas punta. Una tarde, la señora Carmen pasó tranquilamente junto a Javier:
Gracias Antes me enfadaba cada mañana. Ahora hasta se respira mejor.
Javier se ruborizó, pero se notaba su satisfacción. Los jóvenes corregían a los nuevos usuarios; alguien hasta ofreció un candado para mayor seguridad. Laura reflexionó:
Tantos años de caos, y de pronto nos ponemos de acuerdo ¿Será el principio de algo?
La señora Carmen esbozó una sonrisa:
¡El principio de algo bueno!
Las tardes en el patio cobraron nueva vida. La gente charlaba más, los niños jugaban sin molestar. Hasta surgieron ideas para mejorar más cosas: bancos nuevos, más flores Las conversaciones eran relajadas, llenas de bromas y planes.
Una noche, la señora Carmen se acercó al grupo de padres:
¿Ven? Cuando hay voluntad, todo es posible.
Laura rio:
¡Y sin peleas cada dos por tres!
Todos rieron,







