Hoy recordé algo que me ocurrió hace años y que nunca olvidaré. Iba en coche a la oficina una mañana y paré en una gasolinera de Madrid para repostar. Allí estaba una chica embarazada, no tendría más de veinte años, pidiendo ayuda. Me acerqué, pero al revisar la cartera, solo llevaba billetes de cincuenta euros. Le dije que lo sentía, que no llevaba suelto, y me dirigí al coche.
Sin embargo, algo me hizo volver. Le pregunté cómo había llegado a esa situación. Se llamaba Lucía Mendoza, y me contó que sus padres, muy tradicionales, la habían echado de casa al enterarse de que estaba embarazada sin estar casada. No tenía trabajo, ningún sitio donde quedarse, ni un duro.
No pude ignorarlo. Le di mi tarjeta y le dije que me llamara al día siguiente. Lo hizo, y la cité en mi empresa. Tras una breve entrevista, la contratamos para tareas sencillas: atender llamadas, organizar documentos. Con el tiempo, demostró ser más lista de lo que parecía. Hoy, años después, es subdirectora, tiene su propia familia y vive con dignidad.
A veces, un pequeño gesto cambia todo. Nunca sabes cuándo una mano tendida puede salvar a alguien. O, quién sabe, incluso salvarte a ti mismo.







