Tatiana descubre por casualidad la infidelidad de su marido

Lucía descubre por casualidad la infidelidad de su marido.

Lucía se enteró de la traición de su marido casi sin querer Como pasa a menudo, las esposas son las últimas en saber. No fue hasta después cuando entendió las miradas raras de sus compañeros y los cuchicheos detrás de su espalda. Todo el mundo en el trabajo sabía que su mejor amiga, Clara, tenía un lío con su marido, Alejandro. Pero nada en el comportamiento de Alejandro le había hecho sospechar.

Le pasó esa noche, al llegar a casa antes de lo previsto. Lucía llevaba años trabajando como médica en el hospital de Madrid. Ese día, le tocaba guardia nocturna. Pero al final de la tarde, su compañera, Raquel, le pidió un favor:
“Lucía, ¿podrías cambiarme la guardia? Yo trabajo esta noche y tú cubres el sábado, a no ser que tengas planes. Es que mi hermana se casa ese día”.
Lucía aceptó. Raquel era buena persona, servicial, y una boda era razón suficiente.

Esa noche, Lucía volvió a casa, emocionada por darle la sorpresa a su marido. Pero esa sorpresa se la llevó ella. Nada más entrar, escuchó voces en el dormitorio. La de Alejandro y otra que también reconoció, pero que no esperaba oír en ese momento ni en esas circunstancias. Era la voz de su mejor amiga, Clara. Lo que escuchó no dejaba lugar a dudas.

Lucía salió del piso tan silenciosamente como había entrado. Pasó la noche en el hospital, sin pegar ojo. ¿Cómo iba a enfrentar a sus compañeros? Todos lo sabían, mientras ella, ciega de amor por Alejandro, le daba su confianza total. Él era el centro de su vida, hasta el punto de renunciar a su sueño de ser madre cada vez que él decía que “no era el momento”, que había que esperar, disfrutar Ahora entendía que él no veía futuro en su familia.

Esa noche, Lucía tomó la única decisión posible. Pidió una excedencia, luego presentó la dimisión, metió sus cosas en una maleta mientras Alejandro trabajaba y se fue a la estación. Tenía una pequeña casa en el pueblo heredada de su abuela, y pensó que nadie la buscaría allí.

En la estación, compró una tarjeta SIM nueva y tiró la antigua. Lucía cortó todo con su vida anterior.

Veinticuatro horas después, bajó del tren en una parada que le sonaba. La última vez había sido hacía diez años, en el entierro de su abuela. Todo seguía igual: tranquilo y vacío. “Justo lo que necesito”, pensó. Llegó a la casa después de compartir coche y andar un rato. El jardín estaba tan lleno de maleza que le costó abrir la puerta.

Tardó semanas en arreglar la casa y el jardín. No habría podido sola, pero los vecinos, que recordaban con cariño a su abuela Carmela, maestra durante cuarenta años, le ayudaron. Lucía se sorprendió por tanta amabilidad.

Pronto corrió la voz de que había una médica en el pueblo. Una tarde, su vecina Marta entró asustada:
“Lucía, perdona, pero hoy no puedo ayudarte. La pequeña ha comido algo que le ha sentado mal. Tiene indigestión”.
“Vamos a verla”, respondió Lucía, cogiendo el botiquín.

La niña, Sofía, tenía una intoxicación. Lucía la trató y le explicó a Marta cómo cuidarla.
“Muchísimas gracias, Lucía”, le dijo Marta emocionada. “Eres nuestra médica ahora. Estamos a 60 kilómetros del hospital más cercano. Antes había un enfermero, pero se fue y nunca lo sustituyeron”.

Desde entonces, los vecinos acudían a Lucía. No podía negarse, después de haber recibido tanta ayuda.

Las autoridades se enteraron de su trabajo y le ofrecieron un puesto en el centro de salud comarcal.
“No, me quedo aquí”, dijo firmemente Lucía. “Pero si me dejan hacerme cargo del consultorio, acepto encantada”.

Les sorprendió que una médica de Madrid quisiera quedarse en un pueblo, pero ella no cambió de idea. Meses después, el consultorio reabrió.

Una noche, llamaron a su puerta tarde. Eso no la extrañó, pues la enfermedad no entiende de horarios. Abrió y vio a un hombre desconocido.
“Señora Lucía”, dijo. “Vengo de Valdepeñas, a 15 kilómetros. Mi hija está muy enferma. Al principio creí que era un resfriado, pero lleva tres días con fiebre. Por favor, venga a verla”.

Lucía preparó sus cosas y escuchó los síntomas que él describía. Al llegar, encontró a una niña pálida, con dificultad para respirar.
“Está grave. Hay que hospitalizarla”, dijo Lucía.
El hombre negó con la cabeza.
“Vivimos solos. Su madre murió después del parto. Ella es todo lo que tengo No puedo perderla”.
“Pero el hospital tiene más medios. Aquí no tengo los medicamentos”.

“Dígame qué necesitamos, lo conseguiré. Pero no la lleve al hospital, por favor. Hay una farmacia de guardia. Pero no tengo a nadie que cuide de ella si voy”.
Lucía entendió su desesperación. Lo miró bien: alto, delgado, pelo castaño yCon lágrimas en los ojos, Lucía abrazó a Sofía mientras le susurraba: “Desde hoy, seré tu mamá y juntas formaremos la familia que siempre soñé”.

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