Te olvidaste de invitarnos a la fiesta

¡Vaya lío con la familia de mi marido!

Mira, Lucía adoraba a su marido, Álvaro. Pensaba que era el hombre más maravilloso del mundo, un tipo cariñoso y detallista que siempre la mimaba. Pero con la familia de él Uf, menos suerte. Dicen que en todas las familias hay una oveja negra, pero en la de Álvaro era al revés: él era el único normal, y los demás, bueno un poco especiales.

El suegro, Don Antonio, cada vez que veía a Lucía le soltaba: “Ay, hija, estás más rellenita, ¿seguro que no llevas un crío ahí dentro?”. Y eso que Lucía estaba en su peso de siempre, pero al tío le daba igual. Era su saludo habitual, aunque ella hubiera adelgazado cinco kilos. También tenía la costumbre de pasearse en camiseta de tirantes por la casa, dejando ver esa barriguita cervecera que a Lucía le daba un poco de vergüenza ajena.

La suegra, Doña Carmen, era de esas que lo saben todo. Le daba lecciones hasta sobre cómo peinarse, qué pintalabios le quedaba mejor o cómo decorar la casa. Cuando Lucía y Álvaro se mudaron a su piso nuevo, la mujer no paró de criticar: “Esto debería ir aquí, aquello allá”. ¡Como si ella fuera una experta en interiorismo!

Y luego estaba la hermana pequeña de Álvaro, Patricia. Una chica sin preocupaciones, con dos niños de padres distintos, porque ella jamás se había comprometido con nadie. Iba por la vida arrastrando a los críos como si todos tuvieran que hacerle sitio en el metro, servirla antes en la cola del súper o aguantar sus exigencias. Vivía de las pensiones de los padres y de ayudas del gobierno, pero siempre estaba buscando cosas gratis. Su casa era un almacén de pañales que ya no usaban, ropa que no se ponía y juguetes olvidados, porque según ella, eso era su “negocio”: recoger cosas sin pagar y luego revenderlas.

Los niños eran un desastre, maleducados y frescos. En cuanto entraban en una casa, iban directos a los dulces, cogían lo que querían sin pedir permiso y dejaban todo patas arriba. Patricia nunca les llamaba la atención. Lucía todavía se acordaba con horror de cuando fueron a su casa en la fiesta de inauguración. La hermana de Álvaro les regaló un juego de té que claramente había conseguido gratis, y cuando se fueron, no quedaba ni una galleta, el jarrón nuevo estaba roto y había manchas de chocolate (o eso esperaba ella) en las cortinas.

Así que, cuando se acercaba su cumpleaños, Lucía decidió no invitar a la familia de Álvaro. No quería que su día se convirtiera en un caos. El suegro haciendo comentarios incómodos, la suegra dándole lecciones, Patricia pidiendo cosas para los niños mientras estos destrozaban el piso

Le dio un poco de pena por Álvaro, pero esperaba que lo entendiera.

“Álvaro, este año quiero celebrar mi cumple en casa. Voy a invitar a mis padres y a unas amigas”, le dijo.

“Claro, cariño, me parece bien. Al fin y al cabo, hemos decorado el piso con tanto cariño para disfrutarlo”, le contestó él con una sonrisa.

“Sí, exactamente. Pero”

“¿Pero qué?”

“Por favor, no te enfades Pero no quiero invitar a tus padres.”

Álvaro suspiró hondo pero asintió.

“Lo siento, pero es que con ellos me pongo muy nerviosa. Y en mi cumple quiero relajarme, no estar pendiente de todo.”

“Te entiendo, no hace falta que te justifiques. No son fáciles”, le dijo él.

“¿No estás enfadado?”

“Para nada. Es tu día, tiene que ser como tú quieras.”

Lucía se convenció otra vez de que su marido era un ángel. Hasta se preguntaba si no sería adoptado, porque no podía ser de esa familia.

No le dijo nada a sus suegros de la fiesta, solo que ese año iba a ser algo íntimo. Hasta le pidió a Álvaro que no les contara nada.

Pero claro, al final se enteraron. Doña Carmen llamó a la madre de Lucía para hablar de no sé qué tema de trabajo y, sin querer, se le escapó todo.

“¡Así nos trata tu nuera!”, le gritó. “¡Como si no fuéramos nadie!”

“Mamá, por favor”, intentó calmarla Álvaro. “Lucía solo quería celebrar con sus padres y amigas. Es su cumple, ella elige. Si hubiera sido una fiesta grande, os habría invitado.”

“¡Vale, vale, ya entiendo! Pues dile a tu mujer que estamos profundamente ofendidos.”

Colgó el teléfono, dejando a Álvaro con la cabeza baja. Entendía perfectamente a Lucía. No le gustaba decirlo, pero siempre había sentido vergüenza por su familia.

Decidió no contárselo a Lucía para no estropearle el día. Ya se lo diría después.

El día del cumple, Álvaro le regaló un ramo de flores y un vale para un spa, sabiendo que lo necesitaba después del estrés de la boda, la mudanza y el trabajo.

Por la tarde llegaron los invitados. Lucía lo había preparado todo con mucho cariño: comida rica, su mejor vestido, su pelo impecable Estaba feliz, esperando un día perfecto.

Hasta que tocaron el timbre.

“Seguro que es la tarta, la pedí a última hora”, dijo Lucía, y corrió a abrir con una sonrisa que se le borró en cuanto vio quiénes eran sus inesperados invitados. Toda la familia de Álvaro, en pleno.

“¡Feliz cumpleaños, Lucía!”, dijo Doña Carmen con una sonrisa forzada, entregándole una rosa. “¿Nos dejas pasar?”

No pudo negarse.

En un segundo, todo se convirtió en un caos. Los niños de Patricia se quitaron los zapatos y se lanzaron a la mesa. Don Antonio soltó: “Ese vestido te queda justo, hija, deberías talla más”.

“¿Nos olvidaste en la lista de invitados?”, añadió Doña Carmen, mirando alrededor. “Vaya, tienes espacio para todos menos para nosotros. ¡Y mira qué suelo más sucio!”.

Lucía aguantó la respiración. Los niños empezaron a gritar, a coger comida con las manos y a rebuscar en los armarios buscando chuches. El pequeño se puso a llorar porque todavía no había tarta.

“Podrías haber comprado una, mira cómo llora Javier”, le reclamó Patricia. “¿Y eso? ¿Te han regalado perfume? Déjame probarlo. Luego me das los que tienes tú.”

Lucía se quedó callada. Álvaro observaba todo, conteniéndose, hasta que vio a Patricia coger un sobre con dinero de la cómoda.

“¡Deja eso ahí!”, le gritó.

“¿Qué dices?”, puso cara de inocente.

“¡Te he visto!”.

“Iba a poner más dinero dentro, es que no tuve tiempo de comprar otro sobre”, se excusó.

“Álvaro, no le hagas esto a tu hermana”, le regañó Doña Carmen. “Mejor dile a tu mujer que es de mala educación no invitar a la familia.”

“Y que se compre ropa de su talla”, añadió Don Antonio riendo. “Que, Lucía, se te notan todas las curvas con ese vestido.”

¡Basta! Álvaro golpeó la mesa con tanta fuerza que hasta los niños se callaron. “Mamá, papá, Patricia Fuera. Ahora.”

“¡¿Cómo te atreves?!”, chilló Doña Carmen.

“¿Cómo os atrevéis vosotros a venir sin invitación? ¿A insultar a mi mujer? ¿A dejar que los niños se comporten así? Mientras no aprendáis a estar en una casa ajena, no sois bienvenidos.”

Obvio, se armó un escándalo. Lucía solo respiró aliviada cuando por fin se marcharon.

Eso sí, la fiesta se había estA pesar de todo, mientras Álvaro le apretaba la mano en silencio, Lucía supo que, con él a su lado, ningún lío familiar podría arruinar su felicidad.

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Te olvidaste de invitarnos a la fiesta