Una mañana cualquiera, mi padre iba camino al trabajo en su coche y paró en una gasolinera para repostar. Allí se encontró con una chica embarazada de 19 años que estaba pidiendo limosna. Le pidió ayuda, pero él, con cierto remordimiento, le dijo que no llevaba suelto y se subió al coche para marcharse.
Sin embargo, solo unos segundos después, bajó de nuevo y le preguntó cómo había llegado a esa situación. La chica, que se llamaba Lucía Álvarez, le explicó que había tenido una fuerte discusión con sus padres porque no aprobaban sus decisiones. Resulta que había quedado embarazada sin estar casada, y la echaron de casa. Mi padre, con esa mezcla de curiosidad y preocupación típica de un español, le preguntó si tenía trabajo o algún tipo de ayuda económica. Ella negó con la cabeza.
Después de escucharla, mi padre tomó una decisión inesperada: le dio su tarjeta de visita y le dijo que lo llamara al día siguiente. Y así fue. Lucía lo llamó, y mi padre la citó en su oficina para una entrevista. Una semana después, empezó a trabajar contestando llamadas y haciendo recados. Pero aquí viene lo bueno: con el tiempo, esa chica que un día pidió ayuda en una gasolinera terminó convirtiéndose en una de las subdirectoras de la empresa. Ahora tiene su propia familia y, como se suele decir por aquí, “le va que chuta”.
Moraleja: a veces, un gesto pequeño puede cambiar una vida o, en este caso, darle un giro de 180 grados.






